Show

El Semanal

Fotografías de: Gabriel Schkolnick / Roberto Candia

Genaro Muñoz

« volver

Qué se siente…

Sobrevivir a una tormenta blanca
Genaro Muñoz

"Llevábamos poco más de una semana en la montaña y no nos habían enseñado nada que nos sirviera para una tormenta. El 18 de mayo de 2005, como a las 8.30 de la mañana, partí junto al segundo pelotón de la compañía andina del Regimiento 17 de Los Angeles desde Los Barros hacia La Cortina. A esa hora ya estaba nevando fuerte y el viento botaba gente. Yo pensaba que iba a estar duro, pero nunca pensé que tantos compañeros iban a morir. Era una prueba que tenía que superar.

Suelten todo, pelados. Salven sus vidas'

No se veía más allá de cinco metros y las huellas se borraban con el viento. El tiempo se me olvidó. Nunca supe cuántas horas estuve en la marcha; podían pasar minutos, pero para mí eran horas. Me di varios porrazos duros. En un momento me senté a descansar, y cuando me empecé a parar sentí que mis glúteos se quedaban pegados al hielo. Atrás me quedó todo quemado.

En un momento empecé a golpearme las piernas, las manos y la cara para que no se me durmieran. Después se me congelaron los guantes, así que los boté, porque podía perder los dedos. Al final, uno se acostumbra al frío y no siente nada. Me daban ganas de descansar, pero mis compañeros que lo hicieron no pudieron seguir. Eso era morir.

No soy creyente, pero mientras caminaba, sentí una presencia.

Cuando encontramos los primeros cuerpos, muchos se pusieron a llorar. Como yo era duro mantuve la calma. Mis compañeros me decían "Comando", por lo aperrado. Yo no quería jugar a ser soldado, quería serlo de verdad. En ese tiempo, estaba solo, no tenía esposa ni hijos como ahora. Cuando uno tiene menos que perder, aperra más. Mi suboficial (Ramón) Chavarría gritó: 'Suelten todo, pelados. Salven sus vidas'. Yo no quise dejar la mochila, porque hubiese sido indigno del Ejército, y me fui quedando rezagado con (Enzo) Sánchez.

Traté de darle ánimos, pero no era mucho lo que podía hacer para salvarlo de la hipotermia. Me dio impotencia no poder ayudarlo. Como no tenía agua, le ofrecí mi cantimplora. Tomó demasiado y eso hizo que sus órganos se congelaran más rápido. Tenía los labios azules y botaba sangre por la nariz y boca. Cuando él cayó, solté la mochila, porque supe que podía correr la misma suerte. Sin pensarlo mucho, oriné en la cantimplora y me la tomé. Se sintió cálido y eso me ayudó a seguir.

No soy creyente, pero mientras caminaba, sentí una presencia. Miré cuatro veces hacia atrás y no vi a nadie, pero me acompañó. Yo venía consciente, no estaba delirando. Cuando iba llegando al refugio de la Universidad de Concepción me caí y me dio rabia. Me sentí débil por no llegar con la mochila, pero nunca dejé mi fusil, el N° 1089".

Por: Francisco Siredey
Fotografía: Roberto Candia