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María José Moura

“Pienso que uno está con quien cree que se merece estar, y durante años sentí que una relación clandestina era lo que me merecía”

No siente vergüenza por su pasado, todo lo contrario. Es consciente de que nadie la obligó y que fue ella la que decidió tomar el rol de amante en una relación. Pero sí es una historia que carga con tristeza, porque le recuerda lo poco que se valoraba, lo poco que se quería. Después de diez años amando a escondidas, María José logró salir de eso. Y pudo comenzar a construir su amor propio.

“A Pablo lo conocí porque trabajábamos en la misma empresa. Desde el principio nos hicimos muy amigos. Él estaba casado hace diez años, sin embargo, su relación no era tema. Siempre fue muy mujeriego y solía serle infiel a su pareja. Para mí, en ese entonces, no había posibilidades de estar con alguien así. Lo quería mucho como partner, pero sabía que era mal partido, que era un pastel. Sentía lástima por aquellas mujeres que caían rendida a sus pies. Y sin planearlo, y mucho menos desearlo, terminé por convertirme en una de ellas.

Nuestro primer encuentro amoroso fue una noche en la que salimos a bailar. Terminamos en un hotel y pasó de todo. Al día siguiente me sentí pésimo. Acordamos no volver a hacerlo, pero fue una promesa imposible de cumplir. Nos veíamos todos los días y la química era cada vez más obvia. Yo no quería enamorarme de alguien así, no quería jugar con fuego. Luego de intentar evitarnos por casi dos meses, dejé de escuchar a mi consciencia y volvimos a salir. Esa segunda cita marcó el inicio de un círculo vicioso que me atormentó por más de diez años.

Siempre supe cómo era él, y que en algún momento iba a pagar las consecuencias. Sabía que en cualquier minuto podía irse con otra mujer, pero tampoco tenía derecho a prohibírselo. Los primeros años tuvimos una relación muy de teleserie, con esa adrenalina constante que entrega la clandestinidad. Y mucho más sexual que sentimental. Sin embargo, por muy cliché que suene, terminé enamorándome. Me empezó a gustar todo de él, y aún más, su manera de ser con mi única hija, Javiera. A ella se lo presenté como un amigo, y se llevaron muy bien. Me encantaba que la incluyera en nuestros panoramas y que me acompañara hasta a comprar los útiles del colegio. Hasta ese momento, nadie sabía absolutamente nada, ya que Pablo manejaba a la perfección las técnicas para escondernos.

A los cuatros años de ser su amante, decidimos ponerle fin a lo nuestro. Teníamos miedo. Éramos conscientes de que cada vez estábamos involucrando más sentimientos y que esto no iba a llegar a buen puerto. La verdad es que al principio no sentí mucha culpa, ya que lo veía como una aventura sexual y pensaba que si no era yo, podía ser otra. Pero al confundir las cosas, las reglas del juego tenían que cambiar y él no estaba dispuesto a dejar a su familia. Lo más sano era dejarlo hasta ahí, aunque nuevamente no lo logramos. Estuvimos seis meses separados y volvimos a caer. Extrañaba tenerlo cerca, su olor, su cariño. No me quedó otra que aferrarme a la ilusión de que en algún momento me iba a elegir a mí como su primera opción.

A esas alturas ya casi no me quedaban amigas. Estaba tan acostumbrada a esconderme de mi círculo o a mentirles, que terminé alejándome de todo el mundo. Además, las pocas personas que sabían mi situación querían aconsejarme y ayudarme, pero yo no estaba dispuesta a escuchar a nadie. Eran un eco constante que prefería evitar.

Una Navidad, cuando llevábamos casi seis años juntos, su señora lo escuchó hablando conmigo por teléfono. Él le negó mi existencia, pero ella no le creyó. Ese mismo día lo echó de su casa y me pidió que lo ayudara. De enamorada, lo recibí en mi departamento, con la condición de que fuese solo por dos meses, periodo en el que mi hija no iba a estar. Al final, esos dos meses terminaron por convertirse en dos años y medio. El momento en el que Javiera se enteró de nuestra historia fue caótico. Me trató, con justa razón, de ‘rompe hogares’, y lo odió a él por mantenerme oculta.

Pese a que compartiéramos el mismo techo, para él yo siempre fui solo su amante. Se refería a su ex como 'su mujer' y a mí me mantuvo escondida entre cuatro paredes. Nunca nadie de su entorno supo de mi existencia. No me presentó a ningún amigo o familiar. Yo solo soñaba con pasearme con él de la mano, con escucharlo decir mi nombre. Pasaba todo el tiempo afuera y solo llegaba al departamento a dormir. Verme a mí era lo último en sus prioridades. Creo que, recién ahí, me di cuenta del daño que me estaba haciendo esta situación. Cuando se fue, no lo hizo porque yo quisiera, sino porque mi hija lo echó. Ella sufría viendo lo sola y vacía que me sentía. Tratamos de seguir con una relación puertas afuera, pero el resultado fue el mismo.

Sentía que los años pasaban y que él no me entregaba nada. Que había perdido mucho tiempo aferrada a una idea que realmente no existía. Pero estaba tan enamorada, que pensaba que el amor todo lo podía. Fueron diez años en los que estuve ciegamente esperando un cambio de su parte. Sin embargo, ahora que lo puedo mirar desde otra perspectiva, sé que solo fui una pieza dentro de su vida. Estaba tan metida en el rol de amante que nunca me atreví a pedirle explicaciones por nada. No sabía qué pasaba realmente con su señora o si habían otras mujeres. Me sentía tan tonta por haberme metido en esto sabiendo que el resultado iba a ser trágico. Y aún más tonta, viendo lo feliz que me hacía cuando me destinaba solo unos segundos de su día. No sé cómo llegué a conformarme con algo así.

Pese a que compartiéramos el mismo techo, para él yo siempre fui solo su amante. Se refería a su ex como ‘su mujer’ y a mí me mantuvo escondida entre cuatro paredes

Como toda relación tóxica, fueron varias las veces que intenté ponerle fin. La última vez que terminamos, en mi interior, pensaba que íbamos a volver. Sin embargo, hubo un acontecimiento que me hizo despertar, y esta vez, para siempre. En enero del 2017 mi hija sufrió un accidente de tránsito y falleció a sus 16 años. Y a la primera persona que le pedí ayuda y busqué fue a él. En ese momento, Pablo terminó por sepultar todo lo que sentí por él. No fue capaz de postergar sus vacaciones, y tuve que enfrentar todo ese duelo, la muerte de mi niña preciosa, completamente sola.

Un día, me miré al espejo y no reconocí a la mujer que estaba al frente. Tenía la mirada diferente, pesaba 20 kilos más, me había abandonado. Me dio mucha pena. No podía creer a lo que había llegado y el poco amor que me tenía. Me obligué a tomar las riendas del asunto, porque me vi atentando mi autocuidado. Y así, de a poco, me fui levantando. Decidí no hablar nunca más con Pablo, cerrar la puerta para siempre. Renuncié a mi trabajo y agarré todos sus recuerdos para quemarlos en el lavaplatos. Repetí en mi cabeza mil veces "nunca más". Y después de un año, logré salir adelante.

Mi problema fue centrar mi felicidad en un otro. Estaba dispuesta a todo por Pablo, pero a nada por mí. Ahora sé que yo estoy primero, que mi autoestima es prioridad. Pienso que cada uno está con quien cree que se merece estar, y yo sentía que una relación clandestina era lo que me merecía. Creo que las carencias de afecto que recibí en mi infancia son, en gran parte, responsables de esto. Mis papás siempre estuvieron presentes, pero nunca en mi vida les escuché un 'te quiero'. Me faltó cariño y crecí pensando que así tenían que ser las relaciones con el resto.

Me cuesta mirar atrás y recordar la persona que fui. Recordar que me metí en medio de un matrimonio, que acepté ser 'la amante', que me convertí en alguien que siempre juzgué. Sin embargo, no siento vergüenza por esa María José, al contrario, actualmente la abrazo, la consuelo, y aunque pueda sonar extraño, le agradezco. Porque gracias a esas situaciones me di cuenta de lo urgente que era construir mi amor propio. Ahora me miro al espejo y veo a otra persona. Esa mujer que soy, por fin tiene una sonrisa”.

María José Moura tiene 40 años y es asistente comercial.