Pilar Toro
“Si apareciera un hada madrina y me dijera que puedo pedir un deseo para cambiar mi apariencia física, jamás sería no tener mi marca”
Cuando era chica, Pilar sentía que tenía que superar rápido el trámite de ponerse polera y exponer su marca de nacimiento cada vez que llegaba el verano. Los primeros tres días sentía angustia, pero después se le olvidaba. Hoy, a sus 44 años, ve con cariño el angioma que cubre su pecho y brazo derecho y aprendió a mostrarlo con orgullo.
“Cuando mi mamá estaba embarazada, un día fue a comprar y el señor del quiosco le dijo que se fuera a guardar, que él ya había mandado a su señora, quien también estaba esperando guagua, a esconderse, porque esa noche iba a haber un eclipse. Según él, las mujeres que lo veían después tenían guaguas manchadas. Mi mamá se rió y vio el eclipse con mi papá, que era físico y le gustaban esas cosas. Cuando nací y le dijeron que tenía angioma, que son estas manchas que se producen por una multiplicación de vasos sanguíneos, lo primero que pensó fue en el eclipse. Obviamente que esa no es la razón de mi marca de nacimiento, pero me gusta la anécdota y es la historia que le contaba a mis alumnos de tercero básico el primer día de clases cuando me preguntaban qué me había pasado.
Dentro de uno de esos cursos, había un niño que tenía angioma en el cuello. Me lo mostró y le pregunté si su mamá también habría visto un eclipse. Cuando tuve entrevista con la apoderada, me dijo que para su hijo había sido súper importante verme y que yo hablase de mi mancha de forma tan natural. Me contó que le había dicho: “Mamá, la miss Pilar tiene angioma y es feliz”, y fue muy emocionante saber que de alguna manera pude ser un referente para él.
En mi casa mi mancha no era tema. Mi mamá hasta el día de hoy no me deja decirle mancha, me corrige y me dice “marca”, porque siempre fue eso, una marca. Decía que era imposible que me perdiera, porque siempre me iban a encontrar gracias a esto. En mi barrio había una niña que tenía angioma en la cara, que era bien resuelta y chora. Cuando nací, mi mamá fue a su casa para preguntarle a los papás cómo lo hacían. Y creo que eso la influyó mucho, porque le dijeron que lo que más se encargaban de inculcarle era que la seguridad era un atributo de belleza.
Me acuerdo que alguna vez unas vecinas con las que jugaba se escapaban de mí y gritaban: “¡La Pili tiene peste y se nos va a contagiar!”, pero yo no lo veía como algo ofensivo y las perseguía. En el colegio, me acuerdo una vez que estaba haciendo un ritmo con las manos y unas niñas más grandes se secretearon mientras me miraban. Yo pensé: “qué seca soy, deben creer que toco batería”. Ahora me doy cuenta de que obviamente me miraban la marca, pero en ese tiempo ni siquiera se me ocurría.
En la adolescencia me encontraba muy fea. No era por mi angioma, pero años después en terapia me di cuenta que a lo mejor sí era eso y yo lo proyectaba a otras cosas, como ser morena, por ejemplo. Cuando estaba en séptimo básico, me dio por pensar que era adoptada, porque mis hermanas eran rubias y yo era la única distinta. La verdad es que no me importaba ser adoptada, lloraba por el hecho de que no me lo dijeran de frente. Me costó mucho contárselo a mi mamá y cuando finalmente me lo sacó, me dijo: “Pilar, si fueras adoptada te habría dicho. En esta casa no escondemos las cosas”.
Ese mismo día, mi papá habló conmigo y me dijo que, si bien a lo mejor no podía verlo porque era chica, era muy linda. Y que, en un par de años, los hombres iban a hacer fila para salir conmigo. Según él mi angioma iba a servir de filtro, como un regalo de Dios, porque los que se acercaran a mí no iban a ser personas superficiales. Me lo dijo en el momento justo, en esa edad previa a la pubertad donde todavía consideras válida la opinión de tus papás, así que le creí. Fue una suerte de profecía auto cumplida, porque en ese momento me dejé ser. Siempre fui una niña alegre, muy lúdica y buena para la talla, todos somos así en mi familia. Y, efectivamente, después pasó que me empezaron a invitar a salir porque me encontraban entretenida y linda, porque era segura de mí misma. Le dije todo esto a mi papá y le di las gracias cuando tenía 24, justo un día antes de que lo atropellaran, que fue la última vez que hablé con él.
En el colegio, me acuerdo una vez que estaba haciendo un ritmo con las manos y unas niñas más grandes se secretearon mientras me miraban. Yo pensé: “qué seca soy, deben creer que toco batería”. Ahora me doy cuenta de que obviamente me miraban la marca, pero en ese tiempo ni siquiera se me ocurría
En general, sólo era consciente de mi mancha cuando llegaba el verano y había que usar poleras o bikini. Pero desde chica que siempre he tratado de salir del trámite, como sacarte un parche curita, entonces los primeros días de calor o de playa caminaba en polera, me paseaba, me subía a la micro. Hacía actos conscientes para trabajarlo. Me duraba tres o cuatro días en que incluso sentía la mancha físicamente, como si me ardiera, pero era porque estaba muy pendiente de ella. Después se me olvidaba completamente.
Creo que la única vez que realmente me ha limitado de alguna forma, fue en un matrimonio donde no conocía a la gente. Fui con mi marido, que en ese tiempo era mi pololo, y no pude sacarme la chaqueta después de la comida. No quería que pensaran “qué fea la polola que se consiguió”, siendo que a él nunca le importó mi angioma. Creo que se conjugaron dos cosas; que era una situación con personas que nunca había visto y que, más encima, los matrimonios son fiestas donde todos se preocupan de verse muy bien, de estar lo más lindas posibles. Fue la única vez que me sentí así, ahora me saco la chaqueta no más. A veces me cuesta, pero lo hago.
Cuando nació mi segunda hija, el doctor preguntó si había alguien de la familia con angioma. Le mostré mi brazo, un poco sin poder creer que no se hubiese dado cuenta, y me dijo que era hereditario y que la María Gracia tenía una marca en la cara. Me urgí, porque yo lo tengo trabajado, pero no sabía si iba a ser capaz de darle las herramientas a ella, sobre todo si era en la cara. Resultó ser una marca muy chica. Cuando se dio cuenta de que la tenía, le dije que era una pintita como las mías y le encantó. Cada vez que se tiene que dibujar en el colegio, se hace con la manchita. Se siente privilegiada y me dice que es “nuestra marca”.
Si apareciera un hada madrina y me dijera que puedo pedir un deseo para cambiar mi apariencia física, jamás sería no tener mi marca. No se me ocurriría. Le pediría ser lampiña o algo por el estilo. A veces me pregunto cómo sería si es que hubiese nacido sin angioma, y creo que probablemente sería otra persona. No puedo decir que mi marca es algo que no me importe en absoluto, por supuesto que en algún nivel soy consciente de ella, pero la veo como algo que es parte de mí. No es un corchete que me pusieron, es algo que me constituye. Hasta encuentro que la de la mano me da un toque. En algún momento traté de sacarme la que tengo en el pecho a través de un tratamiento muy doloroso, que finalmente no funcionó. Desistí porque tampoco estaba tan desesperada por eliminarla. Ahora, cuando me miro al espejo, pienso que menos mal no se fue. Creo que todas las personas tenemos cicatrices que sanar, ya sean físicas o psicológicas. La mía, al ser grande y notoria, me permitió trabajarla de manera consciente, de aprender a aceptarme y darme cuenta de que la belleza está directamente relacionada con la actitud. No puedo esconder mis marcas y frente a eso tengo dos opciones: las muestro orgullosa o las muestro con vergüenza. Elegí quererlas y hacerlo orgullosa”.
Pilar Toro tiene 44 años y es profesora de enseñanza básica.