Natalia González:

“La cicatriz dejó de ser un karma y se convirtió en agradecimiento”

“Originalmente estudié Ingeniería y trabajo en el área administrativa de un Cesfam. Hace dos semanas di mi examen de grado de Enfermería y lo pasé, así que puedo decir que, felizmente, hoy soy una enfermera.

Por: Por Natalia González en conversación con Andrea Hartung. Foto: Alejandra González

En diciembre de 2019, antes de que la pandemia llegara a Chile, noté un granito en la esquina izquierda de mi boca, de esos que solemos llamar espinilla ciega, que no se notan pero que sí molestan. Se lo mostré a una doctora con la que trabajaba y, cuando me lo intentó drenar, empezó a salir mucha sangre. Un cirujano del Cesfam me revisó y me dijo que era un quiste sebáceo, y que con dos puntos me lo sacaba. A esas alturas, a mí ya me dolía cuando lo tocaba.

Antes de que me intervinieran por primera vez, consulté con un dentista para ver si me podía operar por dentro, porque soy vanidosa y no quería que se viera una cicatriz. Pero me dijo que era imposible, porque podía comprometer músculos y tener secuelas a nivel de movilidad. Entonces partí donde el cirujano, quien me puso anestesia local y, tras abrirme, me dijo: “Esto no es un quiste, es un tumor y te lo tengo que sacar”. La cirugía paró tres veces porque me tenían que volver a poner anestesia.

Tal como lo había prometido, me dejó solo dos puntos, y me explicó que en tres semanas estarían los resultados de la biopsia. Pasaron cuatro, cinco semanas, y nada. Entre medio, empezó la pandemia, y en el trabajo comenzamos con turnos para no comprometer a todo el equipo. Nunca dije que me dolía, porque no quería que me dieran una licencia que perjudicara a mis compañeras. Pero el dolor era fuerte, tanto que un día una dentista me preguntó si estaba bien, si me dolía mucho. “Se nota en tus ojos”, me dijo.

El 6 de mayo me volvieron a revisar, y aún no estaba el resultado de la biopsia. Cuando me tocó ir de forma presencial, un cirujano me dijo que podía revisar la plataforma en la mañana, y el 14 de mayo, tras tres meses de la operación, me dijo que los resultados estaban pero que no completos. “Nos fue mal, esto para mí es un cáncer de piel”, me dijo.

Con esa información, empecé a tramitar mi interconsulta. Es algo que yo siempre hago para otros pacientes; hago hasta lo imposible para que las personas puedan recibir atenciones de sobre cupo, si no pueden movilizarse los mando en ambulancia o les consigo un traslado de emergencia, pero conmigo no pude hacerlo. Es que los cáncer de piel, dentro de todo, no son severos, entonces no era urgente, y menos dentro del contexto de pandemia.

Mi jefa tiene un grupo de Whatsapp de mamás doctoras, donde comentó mi caso y me derivó con una amiga, que pidió ver fotos de mi progreso. Esa amiga, a su vez, se las mostró a su jefe, quien dijo que tenía que verme de forma urgente. Llegué al día siguiente, a las ocho de la mañana, y mientras le contaba todos los antecedentes me empezó a revisar bajo lupa. “Ojalá fuera un cáncer de piel”, se lamentó: “Lo que tienes es un sarcoma, que al palpar se siente que está como de tres centímetros”. El sarcoma es un cáncer más agresivo que el de piel, y por lo general se enfoca en músculos y huesos.

Entre esa consulta y la cirugía que agendamos para sacarlo, me hice todos los exámenes y fue ahí cuando supe que el cáncer no estaba ramificado. Yo nunca me había puesto nerviosa por un examen, pero antes de ver ese, no paraba de tiritar. Por pandemia, las operaciones estaban postergadas, pero yo fui catalogada de urgente, porque tenía un riesgo vital inminente.

Llegué el jueves 28 de mayo a las cinco de la mañana, sola, y me dijeron que a las seis de la tarde me darían el alta, porque debido a la crisis sanitaria no podía quedarme internada. A las ocho me llevaron al pabellón, y me fui conversando todo el camino con el paramédico que movía la camilla. Antes de dormirme, el doctor me dijo que en dos horas iba a estar lista.

Desperté porque alguien me estaba moviendo los pies. Escuché a las enfermeras discutir sobre si se habían tomado o no el horario de almuerzo, y no entendí nada, si yo iba a estar lista antes de mediodía. Era el médico el que me estaba despertando porque él se iba a las cuatro, y quedaban cinco minutos para eso. Me dijo que había sido más largo de lo que había pensado, y que ya en mi habitación me lo explicaría bien. En el camino, me tocó el mismo camillero, pero esta vez no me dijo nada y esquivó mi mirada.

El médico me dijo que la cirugía no había salido como estaba planificada. Me dijo: “Te operamos, se acabó la cirugía y cada uno se fue a hacer sus cosas. Pero cuando estaba en eso me avisaron, desde la biopsia rápida, que había quedado tumor en tu cuerpo. Conseguimos el mismo pabellón y el mismo equipo estuvo dispuesto a continuar, así que te volvimos a operar”. No me dijo que me habían sacado la comisura del labio; solo que intentara mantener la boca cerrada.

Cuando se fue, le dije a la TENS que quería ir al baño, y me ofreció una chata. Y aunque me negué, no fue hasta el cambio de turno que una colega suya me dijo que podía ir, pero antes me preguntó: “¿Usted ya se vio cómo quedó?”. Cuando le dije que no, agarró su celular, puso la cámara en autorretrato y me mostró cómo me veía. Lo único que pensé en ese momento fue cómo lo hago para morirme. No quería vivir así. Tenía cuarenta puntos de color negro en la cara, la boca abierta y tirante, llena de marcas. La TENS me abrazaba incluso sin conocerme, porque yo lloraba de forma descontrolada.

A las seis de la tarde me fue a buscar mi mamá, porque estaba viviendo con ella desde mi primer diagnóstico. Al principio me traté muy mal; me miraba al espejo y me decía que era un monstruo.

Yo nunca hice dietas, yo me quiero. A finales de 2019 me sentía muy segura conmigo misma, me encontraba linda, me tiraba flores mirándome al espejo. Encontraba que todo me quedaba bien. Por eso, después de la cirugía, pensaba que este era un castigo por haber sido tan soberbia, por haberme creído tan linda.

El día después de la operación, el médico me dijo que mi tumor iba directo a los ganglios, y que desde ahí habría pasado al pulmón y al hígado. Si eso sucedía, me mandaban a la casa con cuidados paliativos, a pasar mis últimos días. Ahí supe, que si no me operaban cuando lo hicieron, el cáncer se hubiera esparcido por todo mi cuerpo y yo no lo estaría contando.

Eso hizo que mi perspectiva cambiara dramáticamente. La cicatriz dejó de ser un karma y se convirtió en esperanza y en agradecimiento. Mi hermano chico me ayudó a pagar la cirugía, así como mis compañeros de trabajo hicieron una colecta. Cada peso me compró vida.  Por eso hoy estoy agradecida de todos, de cada persona que se me cruza, cada persona que me pregunta cómo estoy, que se preocupa. Me di cuenta de que, más que personas buenas, hay personas de alma buena, y esas son las que estuvieron y han estado conmigo.

Natalia González (40) es ingeniera y enfermera.

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