Paz Aravena Barba:

“En mi caso, el vitíligo me abrió puertas. Al tener algo distinto, terminé siendo más atrevida”

Al principio me salieron unos granitos en los párpados, en los codos y en las rodillas, pero todos pensamos que se trataba de una alergia porque me picaban y yo me los rascaba. Hasta que esos granitos se transformaron en costras.

“Cuando tenía ocho años, mis padres se separaron y un tiempo después mi papá se autoexilió y se fue a vivir a Canadá. Su partida me dolió mucho y estuve triste durante un tiempo largo. En ese periodo, entre la separación y el día que finalmente se fue para no volver, se me gatilló el vitíligo. Al principio me salieron unos granitos en los párpados, en los codos y en las rodillas, pero todos pensamos que se trataba de una alergia porque me picaban y yo me los rascaba. Hasta que esos granitos se transformaron en costras y luego quedó una piel blanca, tal como lo que pasa cuando uno se rasca una costra y se saca una capa de piel. Porque en esencia, eso es el vitíligo; una enfermedad degenerativa y psicosomática que provoca la pérdida de pigmentación en la piel. Mientras la gente que no sufre de esto, tiene tres capas de pigmento, nosotros tenemos solo una. 

Esto fue por ahí en el año 85 u 86, cuando aún no se sabía mucho al respecto. Llegué finalmente a un médico –sigue siendo mi dermatólogo– que me supo decir con nombre y apellido lo que tenía. También me dijo, luego de saber la angustia y pena que sentí por la partida de mi papá, que podía haber sido causado por eso. Los tratamientos de esa época eran bastante arcaicos; cada cierto tiempo me inyectaban un remedio directamente en los párpados con una jeringa enorme. Y mi mamá que es diseñadora y creativa, me calcaba las manchas antes de cada sesión para ir viendo el progreso. En mi caso, mi vitíligo era simétrico, es decir que me salió en ambos párpados, ambas rodillas y ambos codos. En algún minuto me salieron manchas en el lóbulo de la oreja y también en la pera, pero esas ya desaparecieron por completo. 

Yo era muy chica entonces entre la confusión y la incertidumbre –y la pena que venía sintiendo de antes y que finalmente somaticé y se me manifestó a nivel corporal–, la verdad es que en un minuto sentí un poco de angustia al no saber lo que era, cómo se podía sanar o si se burlarían de mí, cosa que nunca pasó. La única cura de la que hablaban estaba en Cuba, en una clínica en la que te trataban con placenta humana. Y justo mi papá fue en un minuto y me trajo unos frascos. El tratamiento consistía en aplicarse la placenta con un pincel en las manchas y exponerse al sol por unos minutos, cada vez durante más tiempo. Recuerdo que yo jugaba con mis amigos y mi mamá gritaba ‘el remedio’, y yo tenía que parar toda actividad para estar un rato bajo el sol. Era chica, y lo veía como una pérdida de tiempo. Porque si bien me dolió o me angustió en un principio, los dolores a esa edad van y vienen, y no dimensionaba que en realidad se trataba de una enfermedad que se podía expandir. Para mí eran marcas y yo solo quería jugar. Mis amigas me acompañaban y se sentaban a mi lado. 

En la medida que fui creciendo y sanando mis heridas, mi vitíligo se estancó. Superé algunas penas, asumí lo que era que mi papá no estuviera, tuve pololos y finalmente me casé y tuve hijas, y mi cuerpo lo recibió así, porque ya casi no me quedan marcas. Y eso no es muy común. Sí reconozco que en una época me hice los tratamientos que había a disposición, más que nada porque estaba la incertidumbre y me daba miedo que se burlaran de mí, que me molestaran, o simplemente porque mi mamá me acompañaba a hacerlos. El tratamiento de la placenta no resultó, entonces me mandé a hacer unos compuestos en la farmacia, me pincelé y me puso al sol durante varios veranos, y en invierno bajo una ampolleta, luego me eché cremas pero después de un tiempo me aburrí. Y en realidad, ya me gustaba tenerlo. Era un sello y algo que me diferenciaba del resto. 

En el colegio pasé a ser la niña de los ojos pintados, y las cabras grandes me preguntaban cómo me los pintaba. Yo les respondía ‘estoy enferma’, pero sin dolor. Y en el verano se veía muy lindo porque se ponía fucsia. Igual, mirando hacia atrás, reconozco que era fuerte, porque no tenía cómo esconderlo tampoco. Entonces no me quedó otra que aceptarlo y apropiarme de eso. Lo empecé a vivir de otra manera. 

Y en eso mi familia me ayudó mucho, porque siempre me acompañaron, trataron de buscar soluciones, y nunca hicieron un tema. Es más, se armó una narrativa y le sacaron lo bueno a lo malo; reforzando que yo era linda, distinta y que eso era valioso. Ese fue el discurso que me transmitieron y que yo fui asumiendo; porque claro, al principio fue como despertar y ver un cambio en mi cuerpo, algo desconocido y no tener claridad respecto a qué iba a pasar, si iba a empeorar o cómo reaccionaría la gente. No me dolía pero me daba un poco de vergüenza. Pero con el tiempo, tener vitíligo me dio la seguridad de que ser distinta era algo positivo, novedoso y alegre. De hecho, me abrió puertas, porque como ya tenía algo particular, me volví más atrevida. Me empecé a vestir de muchos colores e hice lo que quise. El vitíligo me dio esa fortaleza para el resto de mi vida. 

En algún minuto, cuando empecé a pololear con mi actual marido y supe que íbamos en serio, le dije que tenía una enfermedad, que podía ser genética y que quizás nuestros hijos la podían tener. Me miró y casi se rió. Seguramente, en alguna parte de mi corazón, me daba miedo ser la causante de que algo le pasara a mis hijos, porque también soy consciente de que yo lo viví de una manera, pero para otra persona puede ser causa de discriminación o bullying. Por eso, cuando cuento mi vivencia, lo hago pensando en que si bien no es el caso de todos, puede ayudar a otra persona a vivirlo de otra manera; a ver estas marcas como un sello y algo hermoso”.

Paz tiene 44 y es madre de dos. 

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