Las lecciones que el cáncer me dejó
Cuando mi ginecólogo me llamó para decírmelo, no lloré. Mi pensamiento fue: ‘chuta, tengo cáncer, ¿qué hay que hacer?’
“Crecí escuchando que a partir de los 40 años las mujeres debemos hacernos la mamografía. Y desde que cumplí esa edad, así lo hice, pero hubo dos años en los que estaba muy ocupada y me lo salté. Cuando retomé el control, en julio de 2017, apareció que tenía un quiste de dos centímetros, grado 3, en una escala que llaga hasta el 5).
Cuando mi ginecólogo me llamó para decírmelo, no lloré. Mi pensamiento fue: ‘chuta, tengo cáncer, ¿qué hay que hacer?’. Pese a que mi papá había tenido cáncer de colon, nunca se me pasó por la cabeza que yo también iba a tener esa enfermedad.
El doctor me explicó el panorama. Y pese a lo desalentadora que suena la palabra, en mi caso lo bueno era que no había metástasis. Decidí contarle solamente a mi pareja, pero a nadie más, ni si quiera a mis tres hijos de 27, 25 y 23 años. Me acuerdo que lo primero que le pregunté a mi marido al contarle lo que pasaba era si quería seguir conmigo, si estaba dispuesto a vivir conmigo este proceso. He sabido de mucha gente a la que su pareja las deja porque no se la pueden, y me pareció justo darle la opción de abandonar el buque. “Vamos juntos”, me dijo, y acordamos que no le diríamos a nadie hasta tener más certezas.
Cuando me hice la primera quimioterapia le conté a mi mamá. Mis hijos aún no lo sabían, pero cuando a la semana se me empezó a caer el pelo no me quedó más que contarles. Aunque son grandes, como mamá siempre he intentado protegerlos. ‘Niños, tengo cáncer a la pechuga. No es tan grave, pero la terapia requiere tiempo. Les pido que no estén tristes, no necesito lágrimas, sino que me apoyen’, les dije.
Siempre he sido autosuficiente. Me separé del papá de mis hijos cuando ellos eran chicos y me las he podido sola. Nunca he pedido ayuda, pero las quimios me enfrentaron a una persona frágil, a la que yo no estaba acostumbrada. Hay toda una logística detrás de cada paciente, porque quedas tan débil que necesitas que te que te acompañen y te lleven a todas partes. Sabía que tenía cáncer, pero no quería compasión. Por eso en mi trabajo solo le conté a mi jefa directa y al encargado de recursos humanos. Ni siquiera me tomé licencia porque no quería vivir en función de la enfermedad. Programé las sesiones de quimioterapia todos los viernes para así poder recuperarme el fin de semana y reintegrarme en la revista en la que trabajaba el lunes en la tarde. Como eran cada tres semanas, ese sistema en un principio me resultó.
Fueron veinte sesiones y a todas fui siempre vestida de rojo, mi color favorito para que me diera energía. A la segunda quimio quedé completamente pelada, y para no llamar la atención mi mamá me regaló una peluca y me pintaba las cejas. Cuando perdí el pelo, me dio pena, pero también me sentí frívola porque de alguna manera en lugar de preocuparme de vivir estaba más pendiente de quedar pelada. Fue en ese momento que me di cuenta que le damos demasiada importancia al pelo. Yo al menos me liberé y ahora –que ya me salió nuevamente- decidí usarlo corto. No sé por qué no me lo corté antes.
El tratamiento médico lo complementé con Flores de Bach, tomé Zeolita, tomé pastillas homeópatas y cambié mi dieta por una alcalina. No sé si ayudó o no, pero lo intenté. Leí mucho sobre la enfermedad, clave para mí fue Sin paréntesis, de Carla Vidal. Como la energía que siempre me ha caracterizado comenzó a irse y me sentía cansada, decidí dar un paso al costado en mi trabajo. Sentía que estaba perjudicando al equipo más que ayudándolo. Uno con cáncer se pone más lento y también más sensible. Quienes nos acompañan deben tenernos más paciencia.
Cuando terminé mi última quimio, el equipo médico me aplaudió. “No queremos verla más”, me dijeron. Ese día, por primera vez, me emocioné. Qué importante es sentir que uno le importa a alguien más. Con la quimioterapia el quiste se disolvió y en marzo del año pasado entré a pabellón para sacar el tejido de alrededor y para hacerme una mastectomía parcial. Desde ese momento me controlo cada seis meses. Y vamos bien.
Sigo con la dieta alcalina, hago yoga y retomé el running que hacía antes de la enfermedad. Actualmente asesoro comunicacionalmente a diversas empresas de forma independiente. He ido a las dos corridas contra el cáncer y vivo el día a día. Una de las cosas que me propuse tras haber vivido algo así fue que no pase un año sin ver a quienes quiero. Aprendí -y se le digo a todas mis amigas- que si quieres vivir, no puedes permitirte no tener tiempo para hacerte la mamografía. Las mujeres tenemos tiempo para todo; para la pareja, los niños, los papás, pero nunca para una. ¿Cómo no hacernos el examen si es la principal causa de muerte en mujeres en Chile? Al menos, para mí esta fue la oportunidad de conocer a una nueva Claudia, a una que a veces necesita que otros la cuiden”.
Claudia Contreras (51) es años periodista y fundadora de La Galería Magazine