Mi cáncer
Tenía 22 años cuando me diagnosticaron cáncer de mama. Al recibir la noticia entré en un estado de shock.
“En el verano de 2015, mientras me encremaba, me sentí un nódulo chico en la pechuga derecha. Me lo fui a revisar y me dijeron que ese tipo de nódulos eran muy comunes en mujeres jóvenes y me recomendaron volver cada cuatro meses. Volví tiempo después, tres días antes de un viaje que tenía programado para irme de intercambio a Barcelona. Me hicieron una ecografía, donde vieron que el nódulo estaba distinto a como lo habían visto la primera vez, así es que me mandaron a hacer una biopsia. Cambié mis pasajes por si acaso, porque siempre los doctores me dijeron que estuviera tranquila. A mi edad y con ese tamaño de nódulo las probabilidades de que fuera cáncer eran menos de 1%. De hecho, me decían que me fuera igual, que me mandarían los resultados. Pero me quedé.
Tenía 22 años cuando me diagnosticaron cáncer de mama. Al recibir la noticia entré en un estado de shock. No pensé en mi salud, sino en qué iba a pasar con mi vida. Tenía tan planificado mi intercambio, mis estudios, estaba en medio de mi carrera, en plena juventud. Lo primero que hice fue preguntarle al doctor cuánto duraría el tratamiento. Me acuerdo perfecto de ese día, cuando me dijo: “Tienes cáncer, olvídate de todas esas preguntas y enfócate en tu salud”. Eso me costó mucho. Suena superficial, pero a los 22 años no quería parar. No le tenía tanto respeto a la enfermedad, no le tuve mucho miedo, pero sí saqué lecciones de eso. Me puse más sensible ante la vida, no daba nada por sentado y empecé a aprovechar todo. También algunos aspectos de mi personalidad cambiaron para bien: me volví más empática, más sensible por la vida.
Después de hacerme varios exámenes me operaron y me hicieron radioterapia. En general me sentí superbién y tenía permisos especiales en la universidad por si quería faltar, pero nunca lo hice. Me propuse mantenerme activa y mi cuerpo me soportaba, no me sentía botada. Después de tres meses me dieron de alta y retomé mis planes de irme de intercambio. Todo pasó muy rápido, esa vez la saqué ‘barata’.
En 2017 me casé y al volver de la luna de miel empecé a sentir algo que me molestaba en el pecho cuando hacía deporte. Me sentía cansada, ahogada. En el fondo de mi corazón pensaba que podría ser algo grave, pero me decía que no, que estaba siendo paranoica por haber tenido cáncer anteriormente. Hasta que un día fui a jugar tenis con mi marido y duré diez minutos. Después de unos días fuimos a la clínica. Los doctores creían que podía ser una trombosis o una infección que me agarré en la luna de miel, pero era el cáncer de mama que se había ido al pulmón, a algunos huesos y ganglios. Era un cáncer metastásico que se alimentaba de mis hormonas.
Desde ese diagnóstico he tenido que asumir que mi enfermedad puede estar en cualquier parte del cuerpo. La primera vez que me lo diagnosticaron no sabía nada de la enfermedad, pero ahora me había metido en el tema y le tomé el peso. Que estuviese en otros órganos fue una alerta más potente.
Tuve la oportunidad de pedir opiniones en Estados Unidos, pero allá los doctores fueron mucho más duros y más realistas también. Ese fue un hito bien importante en mi enfermedad. Me habían recomendado mucho a una doctora y partimos a verla con mi marido y mis papás. Ella me dijo que la enfermedad, al estar tan relacionada con las hormonas, era una enfermedad crónica y que, por lo tanto, iba a ser dependiente de los tratamientos siempre, porque si los dejaba empezarían a funcionar todas las hormonas y eso es como bencina para el cáncer. Ella me recomendó también sacarme el útero, noticia que me dejó en el suelo. Me acuerdo que al salir de ahí me quedé en una esquina llorando. Mi mamá y mi papá no podían hablar y mi marido fue el fuerte, el que tiraba para arriba.
Asumir que la enfermedad es parte de mi vida ha sido un proceso largo y doloroso, porque ha implicado también darme cuenta de que el hecho de estar ligada a los tratamientos para siempre hace que la posibilidad de ser mamá disminuya mucho. Es muy complicado porque implicaría tener que estar bien de la enfermedad, y si eso pasara, asumir el riesgo de dejar los tratamientos de lado. Que a mis 24 años y llevando un mes casada me sugirieran que me sacara el útero fue duro y me hizo pararme frente a la vida de una manera completamente diferente.
Empecé a armar mi vida en función del cáncer, y tratando de asumir que quizás esta enfermedad me va a acompañar para siempre. Tuve que evaluar cómo iba a manejarme si quería tener una buena calidad de vida, una vida sana, con poco estrés. Y le puse toda mi energía a ‘La ruta saludable’, que partió siendo una cuenta de Instagram en la que mostraba en lo que estaba y me puse firme con el tema de la alimentación. La comunidad fue creciendo y una empresa me pidió un servicio de catering saludable que hice con ingredientes naturales. A partir de ahí hago eventos para empresas y logré dar con un trabajo que se relaciona mucho con mi enfermedad. Yo necesitaba ser independiente, porque como hay semanas en las que me siento mal y no puedo trabajar, tenía que poder manejar mis tiempos. Ha sido increíble porque cuido mi cuerpo, pero también me desarrollo profesionalmente.
En noviembre de 2018 los exámenes mostraron que la enfermedad había progresado. Como estoy cada vez más metida en el tema y ahora sé más que antes, los resultados fueron un balde de agua más fría. Le he puesto todo el empeño a la alimentación saludable, a mi cuerpo, al deporte, a los tratamientos, y sentir que retrocedí haciéndolo todo me hizo darme cuenta de que esto no es tan fácil, que la enfermedad estaba siendo mucho más inteligente de lo que pensaba. A raíz de ese mal diagnóstico armé equipo y montamos un local en el que funciona ‘La ruta saludable atelier’, donde hacemos talleres de alimentación consciente.
Tras ese diagnóstico partí con un remedio mucho más fuerte; una quimioterapia en pastillas que me hacía sentirme mal, me daba fiebre, me hinchaba manos y pies. Pero seguí trabajando porque de alguna manera me acostumbré a sentirme mal. Era parte de mi vida, y como no sabía cuándo iba a terminar, no podía quedarme en cama para siempre. Seguí así hasta junio de este año, que me hice otro examen y se dieron cuenta de que el tumor del pulmón había crecido. Por primera vez me asusté, tuve miedo. Por primera vez pensé que tenía que asumir que tal vez me voy a morir de esto algún día. Por primera vez pensé que quizá no me quedaban tantas opciones para adelante, porque si cada tratamiento me hacía efecto por ocho meses o un año, iba a ir matando los tratamientos de aquí a cinco años. Poco tiempo después se murió la Javiera Suárez, y eso fue muy fuerte. Ella para mí era el ejemplo de que si uno quiere se la gana, era un referente importante. Cuando murió me dije: ‘parece que las ganas no son suficientes’.
Ahora retomé el tratamiento hormonal y siento que volví a nacer. Me di cuenta de lo intoxicada que estaba y de lo mal que me sentía. Estoy haciendo deporte y alimentándome bien, pero no sé cuánto me va a durar este tratamiento sin que el cáncer siga creciendo. Me hago exámenes cada tres o cuatro meses. Ya asumí que tengo que vivir sin pensar en qué va a pasar mañana o si voy a poder ser mamá. Vivo el día a día y eso ha sido increíble, porque me permite hacer lo que de verdad tengo ganas de hacer y lo que mi cuerpo puede hacer. No vivo en función de compromisos. He aprendido a no espantarme con la incertidumbre del futuro y miro la vida desde otra perspectiva, quizá una mucho más madura y que no me correspondería por la edad que tengo.
Con esto me he dado cuenta de que tengo un marido increíble, que siempre ha sido un siete conmigo. Pienso que no debe ser fácil estar con alguien que se está sintiendo mal o que te cambia los planes si no está con ganas de hacer ciertas cosas. Creo que a veces quizá es más difícil ser el que acompaña que uno mismo. Y él ha sido muy fuerte, muy optimista. Nunca me ha traspasado su miedo, a pesar de que sé que los tiene. Ha sido muy sano todo entre los dos. El cáncer nunca ha sido un obstáculo en nuestro matrimonio.
Mis hermanos y mis papás también han estado a full. Ellos viven esto muy de adentro. Mi mamá ha asumido el rol de compañera, de amiga. Percibe cosas que otros no ven. Es la única que me llama por teléfono y altiro sabe si me siento bien o mal. Mi papá siempre está investigando del tema. Trabaja mucho, pero siempre se hace el tiempo para ir al doctor, leer papers e investigar la enfermedad.
Esta enfermedad me ha llevado a ser más empática y sensible. De chica era organizada, matea, planificaba todo, y en general las cosas me salían como las había pensado. En ese sentido estaba acostumbrada a tener lo que quería, y con esta cantidad de baldes de agua fría que me han llegado encima me di cuenta de que la vida no se puede planificar. He aprendido a adaptarme a esos momentos de adversidad. Agarré la palabra resiliencia como mía y trabajo en ella. Creo que superé la etapa de pensar y cuestionarme por qué esto me pasa a mí. Si bien es una enfermedad de mierda de la que me quiero recuperar, también me ha traído infinitas cosas buenas. Gran parte de lo que soy hoy es por el cáncer.
Juanita tiene 26 años. Es diseñadora y creadora de ‘La ruta saludable’.
“Asumir que la enfermedad es parte de mi vida ha sido un proceso largo y doloroso, porque ha implicado también darme cuenta de que el hecho de estar ligada a los tratamientos para siempre hace que la posibilidad de ser mamá disminuya mucho. Que a mis 24 años y llevando un mes casada me sugirieran que me sacara el útero me hizo pararme frente a la vida de una manera completamente diferente”.