Volver a nacer
Cuando me confirmaron que tenía cáncer de mama quedé en shock. Ni siquiera sabía bien lo que la palabra cáncer era, no pude dimensionar su gravedad.
“Soy de Curicó y crecí en una familia de esfuerzo. Mi papá es tractorero y mi mamá trabaja en un fundo. Mi niñez y adolescencia fueron la de una joven normal, pero a los 28 años decidí venirme a Santiago en busca de nuevas oportunidades. Fue ese mismo año que sentí una clavada en mi pechuga izquierda. Fue fuerte, pero me hice la loca.
Tres años después, me salió un poroto en la misma pechuga izquierda y otra vez lo ignoré. La verdad es que nunca pensé que podría ser cáncer. Me acuerdo que un día, a mis 33 años, recién matriculada en Administración de Empresas versión vespertina, casualmente le conté a un amigo sobre esto. Sorprendentemente fue él quien me mandó a hacerme una mamografía. Y partí, pero como quien va al banco a hacer un trámite. Días después me llamaron para decirme que tenía que ir a ver al doctor. Fue la primera vez que supuse que algo no andaba bien.
Cuando me confirmaron que tenía cáncer de mama quedé en shock. Ni siquiera sabía bien lo que la palabra cáncer era, no pude dimensionar su gravedad. Bloqueé tanto el tema que después de recibir la noticia volví a mi departamento a estudiar para la prueba que tenía en los días siguientes. No le quise contar a mi mamá para evitarle otro sufrimiento más a su vida, ya que mi hermano murió al ser atropellado por un tren.
Cuando me dieron el resultado de la biopsia tenía cáncer grado 3, ramificado hacia la axila por lo que me operaron de urgencia, me hicieron la mastectomía en mi pechuga izquierda y me pusieron un expansor de tejido para luego ponerme una prótesis. Ese día solo me acompañó una amiga. Mi mamá se vino a Santiago pensando que era una operación sin complicaciones, que solo se trataba de un nódulo. Al llegar se encontró con un libro que tenía de la Corporación Yo Mujer y me enfrentó: ´tienes cáncer´, me dijo. Nos abrazamos y lloramos mucho. Hasta el día de hoy me lo recrimina.
Tuve que congelar el instituto para dedicarme al tratamiento. A la primera quimioterapia fui relajada, de hecho cuando terminaron de hacérmela me fui a mi casa feliz. ´Mamá, esto no me hace nada, soy inmune´, le dije. Pero al día siguiente aparecieron los síntomas: vómitos, estaba muy débil, sentía como si me estuviera quemando por dentro. Además me resfrié y estuve con fiebre casi una semana. No quise que me llevaran a urgencia. ´Esto no me la va a ganar´, pensaba. Cuando le conté a los doctores me retaron y me dijeron que me podría haber muerto. Y fue recién ahí que le tomé el peso a la enfermedad.
El segundo shock vino a los 20 días de la quimio, cuando me duché y me di cuenta de que el pelo se me caía por mechones. Lloré desconsoladamente. Me dolió más que se me cayera el pelo que no tener una pechuga, quizás porque con un sostén puedes disimular, pero la gente al verte pelada siente lástima y eso era un golpe a mi ego. Comencé a usar peluca, me ponía pestañas postizas y me maquillaba. Intenté hacer mi vida como cualquier persona de mi edad.
Fue un año de quimioterapias y luego 30 sesiones de radioterapia por un mes, de lunes a viernes, en lo que quizás fue lo más duro del tratamiento. Después de eso vino la segunda operación en la que me sacaron el expansor y me pusieron grasa de mi cuerpo para que la piel no quedara tan tirante. Renuncié a Santiago y opté por irme a Curicó para que mi familia me cuidara.
Mi tercera entrada a pabellón fue para ponerme las prótesis de silicona. Y hacerlo significó un esfuerzo económico importante. Con mi familia vendimos bingos, hicimos rifas y juntamos la plata necesaria y todo salió bien.
Nunca pensé que la enfermedad fuera tan cara ni la recuperación tan larga. Han pasado seis años y aún no cierro el ciclo, pero estoy trabajando en una panadería en Teno para juntar la plata que me permitirá hacerme la reconstrucción del pezón, que es lo último que me falta. Puede que a muchas esto les suene cursi, pero de verdad el cáncer de mama para mí fue una nueva oportunidad. Volví a nacer. Si miro hacia atrás, siento que mi vida no tenía demasiado sentido. Actualmente estoy estudiando Trabajo social porque siento que tengo que ayudar, que debo compartir mi experiencia. Solo me falta formar mi familia, y ojalá, tener un hijo. No pido más”.
Carolina tiene 39 años y es estudiante de Trabajo Social.