Andrés Pascal Allende : “Tienes que romper con tu círculo familiar y estar atento de no meter las patas”
Con 30 años recién cumplidos, el sobrino del Presidente Salvador Allende y uno de los máximos dirigentes del MIR, pasó a la clandestinidad poco antes de que ocurriera el Golpe de Estado. El 11 de septiembre, la dirección del MIR le ordenó que fuera a recoger las armas que estaban en la embajada de Cuba. Se enfrentó a balazos con las fuerzas de seguridad en varias ocasiones y sobrevivió por más de dos años con una identidad falsa, hasta que el cerco se cerró sobre él, teniendo que salir de Chile.
A partir del 29 de junio de 1973, del tanquetazo, el gobierno de Allende y la izquierda habían perdido totalmente la iniciativa. El gobierno intentó negociar con la derecha, con la oposición, particularmente con la Democracia Cristiana, pero eso no fructificó. Para entonces, ya había una abierta intervención de los sectores golpistas dentro de las Fuerzas Armadas, particularmente en la Marina, donde se había organizado un movimiento bastante amplio de suboficiales, de marineros. En agosto, la Armada detuvo a más de 300 marineros y suboficiales y los llevan a la cárcel, iniciando un proceso por sedición en el que acusan al MIR, a Miguel Enríquez y a otros como yo, que estaba a cargo de la relación y del trabajo del partido con los uniformados que eran antigolpistas y que apoyaban el proceso de la Unidad Popular. No eran una gran cantidad, pero había uniformados que eran de izquierda.
Ese proceso judicial nos obligó a nosotros en el MIR a entrar en una semiclandestinidad ya en el mes de agosto. Hasta entonces yo vivía con mi mujer, Mary Ann Beausire Alonso, en casa de mi madre, Laura Allende, hermana del Presidente Salvador Allende.
En la mañana del 11 de septiembre, yo estaba alojado en el departamento de un amigo, que funcionaba como casa de seguridad. A eso de las 6 de la mañana recibo un llamado telefónico en que nos avisan que la Armada estaba desplegada en Valparaíso. Me encontraba con mi ayudante, que era Patricio Munita, “James” le decíamos. Salí con él y nos dirigimos a un punto en la comuna de San Miguel, a una casa de la familia Palestro, donde estaba previsto que se reuniera la comisión política del MIR en caso de que ocurriera una situación de este tipo.
Camino a esa casa ya veíamos un cierto desplazamiento de carabineros y del Ejército. Cuando nos reunimos, Miguel (Enríquez) me plantea que vaya a la embajada cubana a recoger armamento.
Nosotros le habíamos insistido a Fidel Castro innumerables veces que nos pasara armamento que nos permitiera generar una autodefensa ante un golpe. Nos dijo que no podía entregarnos armas mientras Allende no lo autorizara. En julio del 73 viajé a Cuba, encabezando una delegación del MIR, para insistir una vez más a Fidel Castro sobre la situación que se estaba viviendo, que el Golpe era inminente y que necesitábamos que nos entregara armas. Fidel accedió finalmente y nos dice ‘vamos a dejar armas en la embajada y si se da una situación certera de que hay un Golpe de Estado, ustedes pueden recoger ese armamento’. Por eso, Miguel y la dirección del MIR me ordenan que vaya a recoger esas armas a la embajada cubana.
Como a las 9 de la mañana partí junto a dos compañeros en un camión. Deben haber sido unas 300 armas, no más. Eran más bien de resguardo, porque no ibas a enfrentar a las Fuerzas Armadas con esa cantidad de armas. Lamentablemente, el embajador y el jefe político de la embajada se asustaron y no quisieron entregarlas sin la venia expresa de Fidel. Nos dicen que van a llamar a La Habana para pedir autorización. Estuvimos más de una hora esperando, pero en ese tiempo, grupos de civiles de Patria y Libertad, armados y con apoyo de Carabineros, montaron una barricada con tambores de basura y otras cosas, en la entrada de la calle Los Estanques, que es una calle sin salida en Providencia. Ante la evidencia de que no nos iban a entregar las armas y ante el riesgo de quedarnos encerrados, decidimos salir del lugar.
Yo y otro de los compañeros andábamos con pistola, pero el tercer compañero no tenía nada. El guardia de la embajada nos dice esta pistola es mía, así que se las puedo regalar y nos pasa su arma. Cuando llegamos a la barricada pedimos pasar, pero uno de los que estaban en la barricada me reconoce y comienza a gritar: ¡Es Pascal Allende!, ¡es Pascal Allende! Sacan sus armas, así que yo acelero y paso haciendo saltar los toneles, y se produce un intercambio de balazos, luego doblo por Pedro de Valdivia. Cuando llegamos de vuelta a la casa de seguridad en San Miguel y nos bajamos de la camioneta vimos que estaba llena de impactos de bala, así que tuvimos mucha suerte.
Miguel ya se había ido a un encuentro en la fábrica Indumet, donde el PS había montado un pequeño grupo de resistencia con armas del GAP, llegó gente del PC y del MIR. Eran unas 300 personas, no era como para enfrentar al Golpe. Después de esa reunión el Partido Comunista avisa que no van a hacer nada, porque quieren esperar a ver si cierran el Congreso. (Carlos) Altamirano no estaba en ese encuentro, pero los socialistas estaban dudosos, pero con una mejor disposición a resistir, y nosotros estábamos movilizando a nuestra gente.
Pero armar una pequeña fuerza organizada era lento y difícil. Las armas tampoco podían estar a la mano, a la vista, había que tenerlas escondidas en barretines y sacarlas de ahí para repartirlas. Era muy complicado.
Miguel Enríquez llamó a La Moneda y habla con la Tati (Allende), que era nuestro enlace, no sólo por su relación familiar con el Presidente, sino también por su cercanía con nuestras posiciones. Miguel le dice que pueden mover una pequeña fuerza de 300 hombres para ir a sacar a Allende y llevarlo a un lugar de San Miguel donde tuviéramos capacidad de conseguir un apoyo popular más grande. Pero Allende le responde que no, que él se queda en La Moneda y que va a morir ahí. Allende le dice a la Tati, dile a Miguel que ahora le toca a él, que a él le toca seguir. Esa conversación fue un momento muy amargo.
Miguel (Enríquez) después de eso decide nuevamente ir a Indumet para saber qué iban a hacer los socialistas. Me pide que lo acompañe junto a otros tres o cuatro compañeros. Cuando llegamos a Indumet y mientras estábamos en las conversaciones con los socialistas, llegó Carabineros, una fuerza numerosa, a rodear la cuadra. Hubo un intento por resistir ahí, pero se vio que era difícil, así que decidimos salir por atrás. Cuando llegamos a la esquina vimos que se aproximaban y hubo un enfrentamiento en el que murió un carabinero, ya que nosotros reaccionamos con mayor rapidez, tomamos la esquina y los obligamos a replegarse.
El grupo logró pasar, pero cayó uno de nuestros compañeros, murió ahí. Ninguno de nosotros conocía muy bien el barrio. Nos metimos en una población y fuimos a dar frente a una comisaría. Los efectivos policiales estaban allí más preparados, tenían una ametralladora punto 50. En medio de la balacera logramos meternos más adentro en la población. Desde una casa nos llevamos un Peugeot viejo que estaba estacionado. Fue ahí, en ese momento, que tomé conciencia de lo que estaba pasando en el país, pero fue de una manera tragicómica, porque mientras nosotros corríamos con armas en una placita había unos niños jugando a encumbrar volantines. Era una situación extraña. Ahí supe de que no había vuelta atrás y que la situación no volvería a ser igual, ni para mí, ni para el MIR, ni para el país.
Logramos salir de ahí y retornar a la casa de seguridad donde estaba la comisión política del MIR, en San Miguel. Para entonces, la ciudad ya estaba copada y era muy difícil mantener comunicación con los distintos grupos del MIR en regiones.
En algunos cordones industriales y en algunas poblaciones hubo intentos de resistencia, pero eran completamente inútiles para hacer frente a unas Fuerzas Armadas que entraron con todo.
La única posibilidad de detener el Golpe, es que mucho antes el gobierno y desde la izquierda hubieran logrado un entendimiento con los sectores antigolpistas al interior de las Fuerzas Armadas. Pero, como sabemos, los altos mandos que eran constitucionalistas fueron sacados antes de sus puestos de mando.
Recuerdo que con Miguel (Enríquez) lo conversamos algunas veces. Él creía que el Golpe iba a durar poco tiempo, que habría algún tipo de arreglo político, que la DC y la derecha llegarían a un arreglo para distribuir el poder. Pero nos equivocamos rotundamente. Ya no se trataba de retomar el poder, sino de reprimir y acabar con los movimientos sociales y políticos populares que se habían extendido por el país.
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La noche del 11 decidimos que el MIR pasaba a la clandestinidad de manera indefinida. Esa noche nos alojamos en casas de amigos en San Miguel y a la mañana siguiente nos desplegamos por distintos lugares. Algunos partidos estaban muy mal preparados para sostener la clandestinidad y, de manera legítima, procedieron a asilar a sus dirigentes. Pero para nosotros esa imagen era terriblemente desarmadora, porque dejaban al movimiento popular desamparado, abandonado. Fue por eso que Miguel Enríquez saca esa declaración de que el MIR no se asila. Eso nos obligó a tomar varias medidas: el MIR tenía un número importante de militantes que eran uruguayos, argentinos, brasileños y no les podías pedir a ellos que se quedaran, había que autorizarlos a que salieran, a que se asilaran. Ellos fueron los primeros.
En Santiago había más posibilidades de permanecer en clandestinidad, pero en regiones no. Las ciudades eran mucho más chicas que ahora y todo el mundo se conocía, todos sabían quiénes eran los dirigentes estudiantiles, vecinales y poblacionales del MIR, tenían cero posibilidades de quedarse. Muchos pasaron a la clandestinidad igual, pero no podíamos mantenerlos en sus ciudades. Así que se tomó la resolución de traerlos a Santiago. Se organizaron las llamadas colonias, la colonia de Temuco, la colonia del norte, para que pudieran quedar articulados a través de enlaces. Miguel (Enríquez) en ese sentido fue muy audaz, le decíamos a cada rato que tenía que cuidarse más, que no saliera tanto a la calle.
En el Registro Civil teníamos algunos militantes nuestros que nos ayudaban, por lo que teníamos la capacidad para preparar documentación falsa, fuimos consiguiendo gente que nos ayudara con casas. Todo se hacía a través de enlaces y a los encuentros teníamos que cambiar un poco de pinta para que no nos reconocieran.
Al principio no había capacidad para responder. Lo que hacíamos era tratar de reorganizarnos desde la clandestinidad. Pero, la verdad es que desde el punto de vista operativo y del accionar habíamos perdido toda la iniciativa.
Una de las cosas que habría que recordar en este 50 aniversario es a quienes nosotros llamábamos los ayudistas, los resistentes. El grueso no eran miristas, era gente de izquierda, apoyaban al gobierno de la Unidad Popular y tenían simpatías por el MIR, o estaban simplemente contra el Golpe y estaban dispuestos a ayudar. Les llamábamos ayudistas porque estaban para ayudar a los combatientes, pero la verdad es que ellos fueron los que más se la jugaron. Ponían a toda su familia en peligro, arriesgaban la vida de ellos y la de sus hijos. Eso es muy duro.
No lo pasamos bien. Estábamos siempre asustados de que nos pudieran descubrir, que nos fueran a allanar. Finalmente, decidimos que nuestras hijas salieran del país con la ayuda de una hermana de Mary Ann (Beausire Alonso) y se fueran a Cuba. Para los familiares nuestros también esta situación era muy fregada. Un hermano de Mary Ann (Guillermo Alonso Beasusire Alonso), que era de derecha, fue detenido en Argentina (el 2 de noviembre de 1974), traído a Chile y asesinado en Villa Grimaldi. Todos mis familiares que no se asilaron fueron detenidos.
Los que decidimos quedarnos sabíamos que podíamos ser detenidos, torturados o asesinados en cualquier momento. Eso me quedó completamente claro a fines del 73, cuando caen Bautista van Schouwen y Patricio Munita. El “Bauchi” en un momento se quedó sin casa de seguridad, así que lo llevé a una de las casas que teníamos en San Miguel. Pero nosotros teníamos una instrucción en el MIR, que era que no podían estar juntos dos miembros de la comisión política, así que Bautista dice que no puede quedarse. Con Munita deciden irse a una parroquia en el barrio Yungay, porque conocían al cura y pensaban que los podía ayudar. Pero cuando llegaron, el cura se asustó y le comentó a un familiar que estaba vinculado a los milicos. Él los delató y tanto Bautista como Munita fueron detenidos, asesinados y hechos desaparecer.
Todos sabíamos que eso podía pasarnos. Pero no era lo único que te ocurría. Todos sabíamos que nuestro mundo familiar se había roto irremediablemente. Tienes que romper con tu círculo familiar, siempre tienes que estar alerta y atento de no meter las patas. Siempre te quedabas con la duda cuando mandabas un enlace de lo que podía pasar si ese enlace caía y podían llegar a ti en el punto de contacto. La mayoría logró vivir con todo eso, pero hubo otros, que siendo igual de valientes, ese tipo de vida los desarmaba psicológicamente, no estaban preparados. No arrancaban, pero se ponían nerviosos y metían las patas. Vivir clandestino es muy difícil.
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Después del Golpe, durante un tiempo, vivimos con Mary Ann (Beausire Alonso) gracias a la ayuda de unos ayudistas, que eran cercanos al PS y que fueron extremadamente generosos con nosotros. Nosotros compramos una parcela en La Pintana y nos instalamos allá a principios del 74. Teníamos un criadero de pollos como fachada. Esa familia nos ayudó a vender los pollos y a crear esa fachada. Parecíamos una familia normal. Con nosotros estaba la Pepa (Francisca Pascal), una de nuestras hijas, a la que tuvimos que sacar de Chile para protegerla.
Pero cuando cayó esa parcela en La Pintana, la verdad es que ya no tenía dónde más ir. Nelsón Gutiérrez, uno de los máximos dirigentes del MIR, ya se había instalado en una parcela en Malloco y contra todas las instrucciones de seguridad, optamos porque yo me fuera también a instalar allá con Mary Ann. Para entonces, en la parcela de Malloco no sólo estaba Gutiérrez, también se habían instalado Dagoberto Pérez y Hernán Aguiló, otros altos dirigentes del MIR, lo cual refleja el estado de precariedad que tenía el MIR en clandestinidad.
En un momento cayó preso el hijo de los dueños de la parcela que nosotros arrendamos en Malloco. Este chico se portó muy bien, muy valiente, no dijo nada. Pero, por su carné de identidad, dieron con su casa en Santiago y de ahí dan con la parcela donde estábamos. En la tarde, nosotros estábamos muy preocupados, porque ese chico no aparecía. Fue entonces que llegaron unas patrullas de la DINA a allanar la parcela.
Era una parcela grande, tenía una enorme y linda casa patronal. La DINA fue primero a esa casa, pero nosotros no estábamos ahí, sino que nos alojábamos en una casa de inquilinos que quedaba más adentro de la parcela. Nelson (Gutiérrez) había salido a ver qué pasaba con este muchacho que no volvía cuando se encuentra con que la DINA está revisando la casa patronal y volvió corriendo a avisarnos. Nosotros teníamos un plan de escape y teníamos armamento, ametralladoras y lanzacohetes, por lo que comenzamos a disparar. La DINA se repliega y nos permiten escapar a un establo cercano.
Antes de salir le prendimos fuego a la casa. Como adentro había armas y municiones, la casa después de un rato explota, lo que nos da más tiempo para escapar.
La parcela tenía una salida trasera. Ahí habíamos dejado un vehículo oculto para escapar. Nelson y Dagoberto van hacia allá a recuperar el auto, pero cuando se están acercando se encuentran con una patrulla de la DINA. Se produce un intercambio de disparos. Dagoberto cae muerto ahí, Nelson es herido en una pierna, pero logra regresar al establo, donde estábamos parapetados los demás. Yo estaba apostado en la puerta del establo mirando hacia el ingreso principal, cuando vemos que está entrando el Ejército. Empezamos a disparar, lo que hace replegar a los militares por un momento, el que aprovechamos para arrancar hacia unos pastizales altos, escondidos entre las vacas. Justo en ese momento estalla la casa que habíamos incendiado, lo que nos da más tiempo para huir. Corríamos siguiendo las acequias para no dejar huellas ni rastros por si andaban con perros. En eso, comenzó a hacerse de noche, así que, aunque andaban helicópteros sobrevolando con sus luces, no alcanzaban a vernos.
Íbamos Nelson herido, con su mujer y una bebé, y yo con mi mujer, Mary Ann. Llegamos a una línea férrea y en eso escuchamos pasos. Nos ocultamos hasta que vimos que era una pareja de campesinos que iban caminando por la línea del tren. Los paramos y les decimos quiénes éramos, que estábamos escapando, pero que no podíamos hacerlo con la bebé. Ellos nos dicen: “Compañeros, no se preocupen, nosotros les cuidamos a la niña”. Toman a la hija de Nelson y María Elena, mientras nosotros les rogamos que la llevaran a la Vicaría de la Solidaridad. Y la llevaron. No sé cuánto tiempo estuvo la niña, dos o tres semanas. Lo que sabemos es que el entonces vicario de la Solidaridad, Cristián Precht, la llevó después donde su mamá, en La Serena, donde la cuidaron hasta que pudo volver a reunirse con sus padres.
Tras entregar la niña a los campesinos, nosotros nos ocultamos entre unas zarzamoras cerca de la línea del tren. Pasamos ahí la noche. Al otro día intentamos tomar un vehículo, el primero escapa, por lo que suponíamos que iría a informar a los carabineros y militares que andaban cerca buscándonos. Esperamos un segundo vehículo, un Volkswagen con una familia con niños chicos, que venía de la playa. Los paramos mostrando nuestras armas y les exigimos que nos entregaran el auto. El dueño acepta, pero nos pide que le dejemos sacar la leche de sus hijas, así que les ayudamos a descargar y sacar la leche. Así fue como arrancamos por caminos interiores hacia Santiago.
En la ciudad no teníamos nada. No sabíamos cuál de nuestras redes había caído y cuál no, por lo que era muy riesgoso acudir a cualquier parte. Fuimos a varios lugares, pero la gente estaba muerta de susto y nos decía que no podían ocultarnos.
Al final recurrimos a una amiga de Nelson Gutiérrez, a quien pedimos ayuda para conseguir un médico que atendiera a Nelson, que estaba herido. Ella fue quien nos contactó con el médico José Balmaceda, quien estaba casado con Verónica Pascal, una prima mía, como en tercer grado, hija de un primo de mi papá. Ellos fueron tremendamente generosos con nosotros. Luego de que Nelson es atendido para curarle el balazo en la pierna, se decide que Nelson se asile de inmediato en la Nunciatura y que yo me vaya a casa de los Balmaceda Pascal a esconderme. Recuerdo que mientras estuve escondido en esa casa, jugaba con un niño pequeño que andaba rondando, era Pedro (Balmaceda) Pascal, quien ahora es un actor muy famoso. Poco tiempo después los Balmaceda Pascal debieron pedir asilo y salir al exilio, primero a Dinamarca y después a Estados Unidos.
Con Pepe Balmaceda me quedé escondido unos días. Desde ahí logré contactar al entonces rector del Colegio Saint George, donde yo había estudiado, el cura Gerardo Whelan. Él nos lleva a una casa del colegio, donde me oculté unos días, no por mucho. Para entonces, la DINA ya estaba allanado monasterios y casas de sacerdotes, por lo que tuve salir de ahí escapando en una moto que conducía el cura. Nos llevó a un monasterio de los Monjes Trapenses, donde ofrecieron que nos quedáramos. No sé si fue intuición o qué, pero no acepté. El abad se ofreció a llevarnos a la casa de un primo suyo, que era pariente del cardenal Silva Henríquez. Salimos en la camioneta de él; cuando íbamos saliendo del monasterio vimos que llegaban dos camionetas de la DINA.
Fue entonces que ocurrió algo muy sorprendente. El abad preguntaba qué hacíamos, yo andaba con un fusil y una granada, y le digo al cura: “¡No te detengas, pasemos tranquilos!”. No sé qué pensábamos en ese momento, pero levanté mi fusil y la granada, y los de la DINA no atinaron a nada. En una de esas pensaron que si habíamos sido capaces de hacer volar la casa donde estábamos escondidos para escapar, seríamos capaces de cualquier cosa y se quedaron paralizados. Aceleramos, el camino iba por la ladera del cerro San Cristóbal y así llegamos a la casa del pariente del cardenal, donde sólo podía quedarme unos días, nada más. Un compañero del MIR me había dicho que si estaba muy desesperado, contactara a Tomás Soler, embajador de Costa Rica en Chile.
Me metí en un negocio y en la guía de teléfono busco los números de la embajada de Costa Rica. Llamé por teléfono y hablé con Soler. Le digo mire, soy amigo de fulano tal y me dijo que si pasaba algo lo llamara a usted. Ah, me dice él. No te puedo atender ahora, pero te puedo ver en la tarde en el consulado de Costa Rica, que queda a dos cuadras de distancia de la embajada. Era un departamento pequeño. Hasta allí llegué. Yo no necesito asilo, lo que requiero es una pisadera, un lugar donde esconderme por dos o tres días, le explico. Necesito que usted me ayude a contactar a mis compañeros para retomar las redes.
Él me dice que a tal hora hay cambio de guardia y que tendré unos minutos en que no habría nadie en la entrada de la embajada. Yo voy a llamar por teléfono, me dice, sonará tres veces y entonces tú entras caminando a la residencia del embajador. Así lo hicimos. En la residencia estuvimos más de una semana. Al principio sin ningún problema, nosotros nos esforzábamos por contactar a nuestras redes. Pero en la casa del embajador tenían a dos niñas, las que tenían una nana que pololeaba con un carabinero. Ella le contó a su pololo carabinero que había llegado una pareja muy rara a la casa del embajador. Cuando la interrogan, ella nos describió y así se enteraron de que éramos nosotros los que estábamos escondidos. Al día siguiente amaneció rodeada la embajada. Retiraron a la gente de las casas colindantes, incluso, pusieron tanquetas vigilando la residencia. El embajador se comportó de manera muy valiente. Él negaba que estuviéramos dentro de la casa, a veces les tiraba agua con la manguera del jardín a los militares que estaban apostados en las cercanías.
Un día, en medio de esta situación, se me acerca la cocinera de la residencia del embajador y me entrega una carta. “Compañero Pascal, le traigo esto de sus compañeros”, me dice. Pero cómo, le digo yo incrédulo. “Es que soy parte de un grupo de resistencia en la población donde vivo en el sector norte de Santiago”, me dice.
Al leer la carta me percaté de que era cierto, que eran mis compañeros del MIR los que habían hecho contacto. Con la ayuda de la cocinera, que actuó como intermediaria, armamos con mis compañeros un operativo para salir de la embajada. Yo no quería estar asilado, era un baldón para el MIR que el reemplazante de Miguel Enríquez saliera asilado. Pero mis compañeros me dicen que estoy loco, que no va a resultar una operación de ese tipo, que lo más probable es que mueran compañeros, además de Mary Ann y yo, así que se ordena que me asile.
En mi salida de Chile debieron intervenir varias embajadas, además del embajador de Costa Rica: la de Inglaterra, porque el padre de Mary Ann era inglés; los canadienses, porque nadie quería subirnos a un avión y la única aerolínea que aceptó fue Air Canada, que igual puso una condición: que abordáramos en la cabecera de la pista de despegue y no en la terminal del aeropuerto. Así que se formó una comitiva, una larga caravana de autos diplomáticos que nos acompañaron y protegieron rumbo al aeropuerto. Al llegar, entramos a la pista por detrás; la DINA ya se había instalado cerca del avión, y cuando nos vieron dispararon al aire, más que nada de enojo, porque no podían impedir que nos fuéramos. Nos tuvimos que subir corriendo al avión, mientras estaba casi en movimiento para despegar, acompañados de un agente de seguridad que habían enviado desde Costa Rica.
Cuando llegamos al aeropuerto de Costa Rica no había nadie esperando. Nos fuimos en taxi a un hotel mientras esperábamos a ver qué íbamos a hacer. El guardia que nos acompañó informó a su gobierno y en la noche ya hubo mucho movimiento, nos llevaron a la casa de gobierno, donde nos recibieron el Presidente y sus ministros. Los costarricenses se portaron muy bien conmigo, fui el único asilo formal que ellos dieron en esa época.
La dictadura presentó un recurso de extradición para traerme de vuelta a Chile, por lo que quedé con reclusión domiciliaria. No sólo eso. Desde Chile organizaron un operativo para matarme en San José de Costa Rica, encabezado por el agente cubano anticastrista Orlando Bosh, el mismo que estuvo involucrado, entre otros, en el atentado de 1976 al avión de Cubana de Aviación en el que murieron 73 personas.
Bosh trabajaba con la Disip venezolana, así que le contó de los planes para asesinarme. La Disip le dijo al Presidente venezolano, Carlos Andrés Pérez, quien llamó al Presidente de Costa Rica, Daniel Oduber, para alertar del operativo en curso. Los organismos de seguridad costarricenses detuvieron a los agentes anticastristas, los sacaron del país. Poco después gané el juicio de extradición y me pude ir a Cuba a preparar mi retorno a Chile en clandestinidad.
Con los años pude retomar contacto, no con todas, pero sí con muchas de las personas que me ayudaron y salvaron la vida. Tras el fin de la dictadura y yo estando legal en Chile, fui varias veces a conversar con el cura Whelan, quien ya estaba viviendo en una casa de retiro. A Pepe Balmaceda también lo fui a ver para agradecerle lo que había hecho por mí y por Mary Ann. También pude agradecerle a la familia que nos ayudó a escondernos en la parcela de La Pintana, a ellos los detuvieron tiempo después que nosotros nos fuimos y la pasaron muy, pero muy mal, tuvieron que irse al exilio. Con uno de sus hijos nos seguimos viendo a menudo. Es gente, todos ellos, a los que les guardo un enorme cariño y respeto, se jugaron mucho por salvarnos, algunos sufrieron mucho después.
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No siempre sabíamos todo, pero siempre algo se sabía, por los enlaces, por la prensa, por los sistemas de comunicación que teníamos. Los golpes más fuertes fueron a las colonias del MIR, porque, por error de un compañero, cayó una lista de puntos de contactos; fueron 30 o 40 compañeros, todos con cargo de dirección regional o provincial, los que cayeron y fueron llevados a la Academia de Guerra de la Fuerza Aérea (AGA). Otro ocurrió en julio de 1974, cuando cae Miguel Enríquez. No es efectivo que Miguel cae por su insistencia en retirar las armas de la embajada de Cuba. Esas ya habían sido sacadas de la embajada de Cuba a fines del año 73. La embajada había quedado bajo la custodia del gobierno sueco y el embajador sueco, Harald Eldestam, nos autorizó a sacar clandestinamente las armas. Tuvimos que armar todo un operativo para hacerlo. En la embajada cubana aún estaba escondido Max Marambio, quien nos ayudó a hacer ese operativo. Pero en esas condiciones las armas eran más bien una mochila, un estorbo, que una ayuda, porque había que trasladarlas y esconderlas, lo que no era nada fácil. Pero queríamos recuperar las armas para poder retomar la iniciativa.
En un momento, en 1974, tomamos la decisión de que Miguel debía salir clandestinamente de Chile para hacerse cargo desde el exterior de las redes de apoyo a la lucha en Chile, las que siempre fueron muy amplias y generosas. Cuando le planteamos esta decisión a Miguel él fue muy renuente. Aceptó, porque la decisión era mayoritaria, pero no la puso en práctica, por el contrario, la dilató una y otra vez, alargaba las cosas porque no quería irse. Fue en ese marco que se da la caída de Miguel en la calle Santa Fe, luego de que cayera preso uno de sus enlaces.
Ya estaba decidido que si Miguel se iba de Chile o caía, quien lo sucedería al mando del MIR sería yo. No era una tarea fácil, todos los contactos se centralizaban en Miguel, retomar y rehacer toda esa red, en medio de las detenciones de compañeros, no era nada fácil.