Jacques Chonchol : “Nunca pensé que serían nueve meses el tiempo que estaría refugiado”
Militante de la Izquierda Cristiana, fue uno de los principales protagonistas de la profundización de la reforma agraria. Tenía 47 años de edad cuando se produjo el Golpe. Pese a que había dejado el gabinete meses antes, su nombre estuvo en la primera nómina de los más buscados por la Junta Militar. Después de varios pasos por casas de seguridad, se asiló en la embajada de Venezuela. Tras nueves meses ahí, fue el último refugiado en salir.
Venía recién llegando de Estados Unidos. Había viajado a un congreso internacional de Antropología en Chicago, pero me devolví una semana antes de que este finalizara, porque estaba demasiado inquieto por lo que estaba sucediendo en Chile. Llegué a Santiago 24 horas antes del Golpe de Estado, con un resfrío enorme, así que me acosté apenas llegué a mi casa.
En la madrugada del 11 de septiembre comenzaron a llegar algunos rumores de que la Marina venía desde Valparaíso a Santiago, pero era todo medio confuso. A eso de las nueve de la mañana me desperté. Mi hijo, que era chico entonces, ya estaba en el colegio Saint George, que quedaba cerca de Lo Curro, donde vivía en esa época. Así que tomé el auto y fui a buscarlo para llevarlo a casa de mi hermana. Después de eso a mí me llevaron a la población Los Nogales, a la casa de la laica religiosa Marta Álvarez, donde el partido había preestablecido que tenía que ocultarme si ocurría el Golpe. Eso no fue improvisado.
Había mucho miedo. Mi partido, la Izquierda Cristiana, era un partido muy chico, que recién se estaba formando, no era mucho lo que podíamos hacer. Nosotros pensábamos que eso iba a durar unos pocos días, nunca pensé que serían nueve meses el tiempo que estaría refugiado.
En esos momentos no había militares en las calles de la población. Más tarde llegaron algunos curas jesuitas a esa casa para comentar lo que estaba pasando. Afuera, en las calles, había mucho movimiento de gente y conmoción. Veíamos pasar los aviones de la Fach. La mayoría de los pobladores eran partidarios de Allende, así que no había problema para mí, dentro de la población me podía mover con relativa tranquilidad.
Sentía una preocupación enorme. Por un lado por mi familia, que estaba afuera, también por muchos amigos de los que no tenía noticias de qué les había pasado. Escuchábamos lo que ocurría por la radio, también me llegaba alguna información de algunos amigos que iban a verme y que me contaban lo que pasaba en las calles.
Poco después del mediodía, escuché por la radio que decían mi nombre dentro de la lista de personas que estaban en el Bando N° 10, que debíamos entregarnos o atenernos a las consecuencias. Yo sabía que si me entregaba, con la rabia que me tenían por la reforma agraria, no saldría vivo. Así que nunca se me pasó por la cabeza entregarme.
A los 10 días de permanecer oculto me fueron a buscar unos amigos: Andrés Aylwin y Mariano Ruiz-Esquide. Con Mariano Ruiz-Esquide nos teníamos simpatía, pero no tenía la misma amistad que con Andrés Aylwin, que era mi compadre y amigo de muchos años, desde nuestra época en la juventud de la Falange. Llegaron en un auto, con el hijo de Andrés, que era chico en esa época. Me dijeron ‘mira, hablamos con la embajada de Venezuela y el embajador (Rigoberto Torres Astorga) está dispuesto a recibirte. Te tenemos que llevar, pero el problema es que en el trayecto entre la población Los Nogales y la embajada, que quedaba en Pedro de Valdivia con Bilbao, hay un riesgo de que seamos controlados’.
Recuerdo que me tiñeron el pelo con una tintura morada que me dejó varios días picando la cabeza.
Por suerte, llegamos a la embajada sin problemas. Afuera estaba esperándonos el embajador para hacerme entrar. Torres Astorga no era un político, había sido contralor de la República en Venezuela. Recuerdo que al entrar me encontré con Víctor Pey (empresario español, nacionalizado chileno, copropietario del diario El Clarín y consejero del Presidente Salvador Allende), quien ya estaba refugiado en la residencia del embajador. También me encontré con varios otros conocidos, los que habían ido entrando a la embajada de a poco. Recuerdo que a los días de mi ingreso llegó Gonzalo Martner, quien había sido ministro de Planificación. Martner me contó que había estado oculto en una población y que se había tomado una micro, porque se acordó que la embajada venezolana había sido la casa de su abuelo, por lo que había estado ahí varias veces. Así que se presentó y lo recibieron.
Con los días fue llegando mucha más gente. La esposa de Carlos Altamirano, Paulina; Marta Harnecker (escritora, PS), entre muchos otros. Había gente que ya nos conocíamos, pero a muchos otros los conocí ahí en la embajada.
Nos dividieron en dos grupos. En la residencia del embajador éramos como 40 personas, mientras que en la Cancillería venezolana, que estaba en la casa contigua, eran más de 200 los refugiados. Casi todo el personal de servicio era partidario de la Unidad Popular, así que nos trataron muy bien. Lo mismo que el embajador, quien, pese a no ser un político, fue muy amable. Nosotros tratábamos de hacer una vida lo más independiente posible, pero era muy monótono todo. Yo me dedicaba a leer, a ver noticias o escuchar la radio. En las tardes buscábamos entretenernos con los Gumucio, la Marta Harnecker y la esposa de Altamirano jugando a las cartas. Yo nunca había jugado a los naipes hasta entonces, pero pasábamos un par de horas jugando canasta.
Mucha gente venía a la embajada a hablar con el embajador y él nos contaba o a veces nos permitía conversar con ellos sobre lo que pasaba afuera. Recuerdo que el embajador de Colombia fue varias veces a hablar con el embajador venezolano. Dentro de la embajada el ambiente era muy favorable para con nosotros, así que, incluso, me atrevería a decir que estábamos más informados que mucha gente que estaba afuera. La gran inquietud era cuándo nos iban a dejar salir.
Mi mujer también tuvo que refugiarse, ella pasó oculta de una casa a otra hasta que pudo asilarse en la embajada de Colombia. Algo de información recibimos de embajada a embajada, o a través de personas que venían a visitarnos, así que, por suerte, sabía que mi esposa e hijo estaban bien y refugiados en la embajada colombiana.
La intervención de Kissinger
Empezó a pasar el tiempo y a mí no me daban el salvoconducto para irme de Chile. Como a los cuatro meses, en enero o febrero de 1974, a mi esposa y a mi hijo los dejaron salir del país, porque el gobierno de Colombia mandó un avión. Estaba Gloria Gaitán acá, quien era hija de un político muy influyente en Colombia, así que lograron que el gobierno colombiano mandara un avión a buscar a todos los refugiados en su embajada.
Pero yo seguía metido en la residencia del embajador venezolano. Pasaba el tiempo y dejaban salir a algunos pocos; con el pasar de los meses se iban yendo los refugiados, pero a Martner y a mí no nos daban el salvoconducto. Recién en julio de 1974 logré salir y fue de una manera muy curiosa. Mi esposa había llegado exiliada a Francia, tras pasar por Colombia y Estados Unidos. En París empezó a moverse para obtener mi salvoconducto, le dijeron que se fuera a Roma para hablar con algunos cardenales y ver si podían hacer algo. Fue ahí que le dijeron que hablara con el jefe de documentación de la FAO, un francés llamado Raymond Aubrac (seudónimo de Raymond Samuel, uno de los fundadores de la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial y héroe nacional de Francia). Ella no lo conocía, pero él la recibió y apoyó de una manera enorme.
Mi esposa le explicó mi situación y él le dijo que dejara el asunto en sus manos, que él iba a tratar de resolver este problema. Resulta que Aubrac, durante la Segunda Guerra Mundial, había sido uno de los jefes de la resistencia francesa en la zona de Lyon contra los nazis, y tras la liberación, el general De Gaulle lo nombró jefe de la región de Marsella. En esa condición, Aubrac había recibido en su casa años después a una delegación vietnamita en la que iba Ho Chi Minh. El líder independentista de Vietnam estuvo casi dos meses en la casa de Aubrac y se hicieron muy amigos. Muchos años después, cuando comenzaron las conversaciones entre Estados Unidos y China, Aubrac fue uno de los intermediarios para que Ho Chi Minh jugara un rol muy importante en el acercamiento entre Kissinger y el gobierno de Mao Zedong. Por eso, después de que mi esposa habló con Aubrac, él llamó a Kissinger para pedirle que ayudara. Kissinger habló con los miembros de la Junta Militar chilena para que me dejaran salir del país. Todo eso no lo supe hasta muchos años después, cuando lo leí en un libro de memorias de Aubrac, donde relata esto.
Ese mes de julio fui el último en salir de la embajada de Venezuela rumbo al exilio.
Estuve en Lima 24 horas hasta que abordé un avión a Francia, donde me estaban esperando mi mujer y muchos amigos que se habían exiliado antes. Esa fue la primera vez que nos reunimos físicamente desde el Golpe. Al llegar, me estaban esperando en el Instituto de Estudios de América Latina, donde me tenían un puesto de profesor asociado y donde pasé todos los años que estuve exiliado. En Francia pasé 20 años antes de regresar a Chile.
Con Andrés Aylwin y Mariano Ruiz-Esquide mantuve contacto por muchos años, y cuando volví tuve la oportunidad de agradecer el gesto de irme a buscar a la población Los Nogales para llevarme a la embajada.