La década de las RRSS, para bien y para mal

Desbordando largamente el ecosistema de las comunicaciones, las redes sociales pasaron en este decenio a acompañarnos a todo lugar y en todo momento, al menos en principio. Figura casi ubicua en las vidas individuales y colectivas, ofrecen posibilidades y oportunidades inéditas, así como riesgos y desafíos de gran calado.

Por: Pablo Marín

“No haces 500 millones de amigos sin ganarte algunos enemigos”. En octubre de 2010, este fue el tagline que acompañaba el estreno local de Red social. Ganadora más tarde de tres premios Oscar, la película de David Fincher tuvo entre sus méritos el hacer vibrar el presente: la historia de Facebook, fundada seis años antes, se hizo carne en Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg), estudiante de Harvard que tras ser “pateado” por su polola creó distintas versiones de una comunidad virtual. En pocos años, el geniecillo despechado se convirtió en el multimillonario más joven del mundo, aun si al final de la película aún espera que la expolola le responda una solicitud de amistad… por Facebook.   

marzo 2014, la foto de Ellen de Generes se convirtió en la más retwitteada de la historia. 

Al iniciarse la década, redes sociales como la señalada tenían ya un lugar significativo en lo que llamaban el ciberespacio, al tiempo que prometían alterar el paisaje de las comunicaciones. Ahora que el decenio termina, su presencia es arrasadora. A enero de este año, según un estudio de We are Social y Hootsuite, los 500 millones de usuarios activos de Facebook en 2010, pasaron a ser 2.271 millones. En tanto, los usuarios de redes sociales (agregando entre otros a Youtube, Instagram, Tiktok, Reddit, Twitter y Linkedin, en orden de popularidad), se empinaban casi a los 3.500 millones en todo el planeta. Esto, sin entrar en aplicaciones de mensajería como Whatsapp, propiedad de Facebook: 1.900 millones, pero con una tasa de crecimiento sensiblemente superior al resto. 

Aunque en el último tiempo han crecido menos (21% entre 2016 y 2017, 14% entre 2017 y 2018, 9% entre 2018 y 2019), se hace hoy inútil discutir el cambio de paradigma introducido por las RRSS en buena parte de nuestra relación con el mundo: en cómo nos informamos (o desinformamos), cómo nos entretenemos, qué decisiones tomamos, cómo administramos el tiempo y cómo nos distraemos. También en cómo percibimos el entorno y cómo nos perciben; en cómo nos vemos, cómo nos ven y cómo nos gustaría que nos vieran.  

Nacieron harto antes de 2010, pero esto ha sido su década: el tiempo en que normalizamos  que podíamos llegar sistemática e instantáneamente a muchos, sin mediación alguna; en que vimos cómo la voz de los sin voz podía ser megafónica; en que advertimos que no pagar por un servicio es distinto a que este sea gratis; en que la polarización virtual se hizo moneda corriente; en que descubrimos nuestros datos íntimos estaban en manos de terceros desconocidos, con nuestro consentimiento o sin él, y que podemos tener amigos, seguidores y likes, y aún así sentirnos solos.         

La era móvil 

A. Kaplan y M. Haenlein definieron las redes sociales como “un grupo de aplicaciones basadas en Internet que se asientan en los cimientos ideológicos y técnológicos de la web 2.0, y que permiten la creación y el intercambio de contenido generado por los usuarios”. Y el primero de ellos nos recuerda que tienen una historia bastante más larga de lo que suele creerse.  

La llegada de las redes sociales coincide con los primeros usos de Internet. Newsgroups, boletines de anuncios y grupos de discusión como Usenet (1980) dieron la pauta en este sentido. En los 90, el contenido generado por los usuarios perdió peso frente a las grandes compañías web, aun si los weblogs, o blogs, se abrieron paso. En 2001 estalla la “burbuja puntocom” y resurge la idea de una red colaborativa: Wikipedia, el mismo año, pide a los cibernautas tomarse unos minutos para agregar sus propios artículos. Tres años más tarde, nace thefacebook.com, que a poco andar cambió ligeramente su nombre, y en marzo de 2006 se genera el primer tuit de Twitter. 

Marzo 2018.  YouTube no pudo controlar la viralización del video la matanza de Christchurch, que fue retransmitida en directo a través de Facebook por el asesino Brenton Harrison Tarrant.

Llegado 2010, se inicia lo que Kaplan llama el período de las “redes sociales móviles”, accesibles a través de celulares. La geolocalización y la sensibilidad temporal definieron desde la partida este nuevo cuadro. En poco tiempo, la sostenida masificación de los smartphones obligó a las RRSS a adaptarse o morir. Los usuarios, en tanto, vieron modificadas, a veces dramáticamente, sus pautas de interacción, información y consumo. Con las aplicaciones instaladas en sus teléfonos, ya no tenían que tomar la decisión de entrar a un sitio en el conseguirían para satisfacer necesidades o despejar dudas: bastaba con cliquear en el ícono de la aplicación para que esta lo conectara con el mundo y canalizara inquietudes de todo orden, a cualquier hora del día o de la noche. Antes del clic, incluso la propia aplicación se encargaría de notificarlo cuando alguien lo menciona (cuando lo “arroba” en Twitter, por ejemplo), o por razones de base algorítmica, destinadas a mantener en alto el tráfico de la red social. 

Esta última tendencia creció y se sofisticó con los años, tal como ha crecido y se ha sofisticado la inteligencia artificial con la que funciona. Si en algún punto el Time Line de Twitter se convirtió en una escalera mecánica sobrepoblada, y el NewsFeed en Facebook permitió una experiencia análoga, las RRSS dejaron de manifiesto que podían saltarse a los medios tradicionales y a quien se les atravesara. Que podían, por si solas ser un punto único de entrada. Una puerta al mundo. 

La inteligencia artificial refinó, en tanto, la personalización de los contenidos: dar a cada usuario aquello que, probablemente, le interesará, gustará o llamara su atención. Ello, en función de un completo barrido de la información que los propio usuarios entregan inadvertidamente (a través de likes, imágenes compartidas, etc.), pero también de forma voluntaria, cuando firman los rara vez leídos términos y condiciones para ser miembro de Facebook, por ejemplo. Esto último, a su vez, terminó en megaescándalo con el incidente de Cambridge Analytica (2014), que probó el grado de exposición de todos quienes habitaban en –o se paseaban por- la red de Zuckerberg, y lo obligó a comparecer ante el Congreso de EEUU.                 

Grandes y chicos 

Contra lo que aún asumen muchos en las generaciones mayores, las RRSS exceden largamente el mundo de “los medios” y la opinión pública (cualquiera sea su incierto presente). Las RRSS están “en todo ámbito de la vida de las personas, más que cumpliendo un rol particular”, comenta Liones Brossi, investigador del Instituto de Comunicación e Imagen de la U. de Chile, mientras Ana María Castillo, de la misma unidad académica, complementa: “Las prácticas situadas (países, culturas, edades, género, etc.) son diversas. Las habituales en Chile -como el uso generalizado de memes humorísticos- pueden no estar tan extendidas en otros lugares”. Y no deja pasar, en este análisis, el impacto del celular, “muy potente por cómo se filtra hasta la intimidad”, acompañándonos como nos acompaña en todo momento y lugar.

La década digital ha sido vertiginosa, entre otras cosas porque ha conversado de maneras inéditas con su contraparte offline, con el mundo físico, combinando lo virtuoso y lo vicioso en proporciones variables. Si en sus primeros tiempos, Facebook se erigió como un espacio de libertad para que cada quien se comunicara con quien quisiera (y lo sigue siendo, en gran medida), mecanismos como el de la personalización en Facebook y de los retuiteos y los likes en Twitter, modificaron las pautas de relación con los demás. Por ejemplo, dando un acceso preseleccionado a lo que nos podría agradar o con lo que posiblemente concordaríamos, así como a las personas con inclinaciones semejantes.

Se llegan a crear, así, “cámaras de eco” donde opiniones, creencias e información reverberan en un sistema semicerrado y las visiones divergentes o ajenas figuran poco y nada. Visto a partir de la hipótesis de las “burbujas de filtro”, se piensa en la atomización y el aislamiento de los usuarios a partir de los diseños algorítmicos. Lo anterior, sin obviar los avisos que pueden pasar como noticias y que la calidad o la veracidad de la información no conocen chequeos muy aplicados (más allá de los esfuerzos de las RRSS por atacar este punto). Todo, mientras un número colosal de bots difunden en el sistema lo que sea que se les hayan programado.

Nada de lo anterior ha convertido a las tecnologías de las RRSS en “malas” ni en “buenas”. En este punto, plantea Brossi que se deben tomar en cuenta las oportunidades y los desafíos. Por ejemplo, dice, “las redes sociales han cumplido un rol central en la lucha contra la vulneración de los derechos humanos en el contexto chileno actual”, aun si “han sido estas plataformas, junto a sistemas de mensajería como whatsapp, donde ha circulado abundante información falsa”. Los ciudadanos, afirma el académico de la “U”, “están cada vez más empoderados para detectar desinformación, constatándola con otros contactos de sus grupos o cruzándola con otros contenidos sobre el mismo tema en diversos medios”, debiéndose siempre recordar que “hay elementos multidimensionales que configuran el actuar social y el de las personas, y el impacto de las redes y de la desinformación es solo uno de ellos”.

Es mucho lo que cabe considerar, como constata Andrés Azócar cuando dice que las RRSS e internet “han cambiado la forma de comunicarse en todo sentido”. Ejemplifica el director de contenidos digitales de T13, y exdirector de la Escuela de Periodismo de la UDP, con “la simplificación de la conversación, la escritura convertida en coa, el usos de animaciones o memes”, que han alterado la manera de conversar: “Más simple es más rápido; más rápido, más interacciones”.

Y ninguna mirada a la década puede saltarse la brecha generacional ni los caminos que hoy siguen los participantes más jóvenes, que junto con dar resonantes muestras de humor y creatividad en las redes donde llegaron “arrancando” de los mayores (Instagram, Tiktok, Vine), han desarrollado niveles crecientes ansiedad y depresión. No pocos observadores atribuyen estos cuadros a la dinámica de las redes. Por ejemplo, a la validación por parte de terceros –vía likes y otros-, que se ha convertido en el puntal de las autoestimas autoimágenes. De su lado, cuatro investigadores de Harvard plantearon en 2018 que, en la medida que los jóvenes comparten datos personales, a sabiendas o no, las tecnologías basadas en inteligencia artificial “plantean serios problemas de seguridad”. Las predicciones de estos sistemas “van de lo relativamente inocuo, como recomendar videos de Youtube basados en el propio historial, hasta lo muy personal y potencialmente dañino”.

Lo interesante del futuro es que no está escrito. Por ello, queda por saber si políticas como la de Instagram, en cuanto a eliminar likes para reducir la dependencia de la opinión de terceros, serán seguidas por otros. También, si las tendencias a la “performance pública” del tuitero particular se verán contenidas. Y noticias sobre las noticias falsas tampoco faltan: el fundador de Wikipedia, Jimmy Wales, acaba de crear una red social, WT:Social, que ofrecerá contenido periodístico de calidad. Dice que quiere convertirla en “el anti-Facebook". Eso sí, hay que pagar.

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