La Tercera publicó las dos notas más relevantes sobre los últimos años de Jorge González. En 2015, informó en detalle de las consecuencias del accidente cerebrovascular que cambió su vida para siempre y que lo llevó a dejar su trabajo como artista.
Un año después se editó la entrevista donde narró por horas su momento más difícil: fue la última conversación donde González se mostró en toda su dimensión, con un habla reducido a sus expresiones más simples debido a las secuelas de su estado de salud.
Aquí, el periodista responsable de ambos artículos relata la trastienda de esas notas, que fueron de lo musical a lo humano.
Por: Claudio Vergara
Septiembre de 2016, San Miguel. Jorge González lleva cerca de 20 minutos en silencio. Come un plato de charquicán bañado por un huevo frito, bebe un vaso de jugo de piña, a momentos mira por la ventana de su departamento situado en plena comuna de San Miguel y en otros parece evadirse al escuchar el vinilo de Leonard Cohen que suena de fondo y que él mismo puso en su tocadiscos antes de sentarse a almorzar.
Estoy en la mesa junto a él comiendo y tomando lo mismo, en una escena increíble: aunque llegué hasta su casa para entrevistarlo, ya no puedo hablar con González.
Luego de cerca de una hora de
conversación, me comentó que le agotaba seguir dialogando y que necesitaba
descansar, ya que las consecuencias del accidente cerebrovascular diagnosticado
un año antes habían mermado sus capacidades motrices y del habla. Eso sí, me
invitaba a comer lo que había cocinado la persona responsable de su cuidado.
Podíamos almorzar, tomar jugo, disfrutar una ensalada de lechugas, untar una marraqueta en la yema del huevo frito, pero ojalá no comunicarnos, ya que eso lo agotaba demasiado. Su cerebro necesitaba una tregua.
Durante varias semanas sus doctores emitieron comunicados hablando de una rehabilitación que marchaba a tranco lento y de distintas intervenciones que buscaban mejorar su salud, señales de un proceso cercado por el hermetismo.
La figura más relevante del rock
chileno, el hombre que regaló algunos de los titulares más agudos de las
últimas décadas, el cantautor de reacciones fuera de cálculo y de labia
volcánica que en los 80 habló por una generación completa, ahora apenas podía
emitir un par de palabras. Estaba acorralado por el silencio.
Para cualquier periodista de Espectáculos, compartir unos minutos con un personaje como González supondría un festín inagotable de reflexiones ácidas, dardos contra enemigos diversos y frases que sin problemas podían copar un par de páginas. Pero en esos largos 20 minutos solo hubo mutismo.
Estaba claro: los problemas de salud habían cambiado su existencia para siempre.
Desde que en La Tercera empezamos
a cubrir los detalles de la enfermedad que hasta hoy afecta la vida de
González, ese instante en el living de su departamento fue por lejos el más
conmovedor que me tocó enfrentar.
Un vía crucis que empezó el
domingo 8 de febrero de 2015, cuando, luego de un errático show el día anterior
en Nacimiento, fue diagnosticado en la Clínica Universitaria de Concepción de
un infarto vascular localizado en el cerebelo. Debió cancelar el resto de su
gira por el país, se olvidó de su debut estelar en el festival Lollapalooza
programado para un mes después y sus planes inmediatos quedaron en suspenso.
Durante varias semanas sus doctores emitieron comunicados hablando de una
rehabilitación que marchaba a tranco lento y de distintas intervenciones que
buscaban mejorar su salud, señales de un proceso cercado por el hermetismo.
Ante ello, nos propusimos reportear la noticia no solo como una continua actualización de su estado de salud; también como una historia humana única, con escasos antecedentes: la de un artista que siempre pareció invencible ahora subordinado a una disciplina de médicos, tratamientos, antidepresivos, gimnasios, ejercicios vocales, rutinas kinesiológicas y cuidados familiares. Nada de escenarios, nada de discos, nada de canciones ni de estudios de grabación. Nada de lo que había sido el mundo de González tal como lo conocíamos.
El escenario planteaba un desafío mayúsculo y excedía lo estrictamente musical. Conversamos durante meses con su círculo íntimo de ese entonces –su mánager, sus músicos, su novia, parte de su familia-, siempre reacio a dar información, resguardando a un hombre que con el paso de los meses se volvía cada vez más vulnerable. Desde nuestra vereda, siempre planteamos que lo más idóneo era comunicar qué estaba sucediendo con su enfermedad, qué tan grave había sido, qué tanto definiría su futuro, para así evitar las especulaciones y las teorías que se tejieron durante meses.
Para tratar de modo más directo, empezamos a conversar vía correo electrónico, garantizándole una entrevista seria, humana, con la intención de retratar con rigor un momento único e inesperado.
Hasta que el 3 de septiembre de
2015, casi siete meses después de su accidente cerebrovascular, publicamos la
primera nota que informó del estado del músico. Aquella en que se reveló que
las secuelas que había sufrido eran irreversibles; que el daño en su organismo
iba a afectar de modo irremediable sus habilidades físicas y vocales; que el
tratamiento de recuperación se extendería por toda su vida; y, lo más
impactante, que la posibilidad de morir en ese tiempo había sido cierta y
posible.
Titulada “Jorge González lucha por
su vida”, el artículo puso de manifiesto el antes y después en la biografía del
músico, y -a través de distintos datos, detalles y fuentes- estableció que el
González de siempre ya no existiría más.
El próximo paso era conseguir la
entrevista donde él mismo narrara cómo había lidiado con su hora más difícil.
Llegar hasta él suponía desplomar dos barreras: su recelo personal y familiar
por mostrarse débil y deteriorado, además de su recelo por los grandes medios,
como La Tercera, a los que durante décadas situó en la trinchera rival al
vincularlos en la derecha política, los grandes empresarios y el oficialismo
que siempre tuvo en la mira.
Para tratar de modo más directo,
empezamos a conversar vía correo electrónico, garantizándole una entrevista
seria, humana, con la intención de retratar con rigor un momento único e
inesperado.
La esperanza era esta: si González
había cambiado sin vuelta, quizás también había transformado su manera de
calibrar a los medios masivos. Entusiasmado de que su mensaje de recuperación y
su historia llegaran al público más transversal posible, aceptó hablar con La
Tercera. Para él también existía otra clave: el respeto y la seriedad con que
habíamos cubierto el proceso posterior a su colapso cerebral.
El encuentro fue en septiembre de 2016, un año después de la primera nota, en un departamento en el piso 12 donde ahora vivía con su padre. González estaba solo con la persona encargada de su cuidado. Lo esperé sentado frente a un amplio sillón que daba precisamente hacia una ventana donde se podía observar toda la inmensidad de su comuna natal. Veía San Miguel desde el refugio de su hijo pródigo.
Ahora, en el living de su residencia, ese rasgo era mucho más elocuente. Hablamos cerca de una hora de su cambio de vida, de su renovada personalidad, de volver a vivir con su padre tras años de nomadismo por Nueva York, México o Berlín
Al aparecer, el asombro –a veces diluido con los años de trabajo periodístico- fue inmediato. González poseía notorias dificultades para caminar, parte de su cuerpo estaba paralizado y su aspecto distaba mucho de las fotos de sus últimos años, pese a que de inmediato fue cálido y amable.
Un paréntesis: lo había
entrevistado ya un par de veces en distintas circunstancias, incluso en el
retorno de Los Prisioneros junto a Narea y Tapia a principios de los 2000, y
siempre me trató con cordialidad, con una sonrisa y un fuerte apretón de manos,
como si al tenerlo de frente él mismo se encargara de desactivar su dinamita.
Muchas veces hablamos de música, fútbol o periodismo más allá de la grabadora.
Nada de su retórica áspera asomaba en su ámbito más privado.
Ahora, en el living de su
residencia, ese rasgo era mucho más elocuente. Hablamos cerca de una hora de su
cambio de vida, de su renovada personalidad, de volver a vivir con su padre
tras años de nomadismo por Nueva York, México o Berlín, de sus sueños, de su
reclusión obligada, de lidiar con remedios y visitas de doctores, y de tratarse
en esa misma Teletón que alguna vez criticó.
Luego vino ese almuerzo donde casi todo fue silencio y la voz sombría de Leonard Cohen como telón de fondo.
Para que nada quedara inconcluso,
me dijo que volviera al día siguiente para seguir con la entrevista. Una nueva
mañana sentado en el mismo lugar, ahora conversando de sus ratos libres, de su
gusto por los dibujos animados, de la muerte de Cerati, de Bowie, de que el
fútbol ya no era lo mismo sin Caszely o Elías Figueroa, de las drogas, de sus
peores días, de los malos y buenos momentos con Los Prisioneros, de lo mucho
que había odiado el grunge y de lo mucho que había odiado a la prensa cuando lo
reducían a un personaje lengua suelta, francotirador y polémico al mismo nivel,
según ejemplificó, de “las gemelas Campos”.
La chispa no se apagaba del todo.
Unos meses antes, en noviembre de 2015, había vuelto a los escenarios con un
multitudinario homenaje en el Movistar Arena que incluyó a colegas tan diversos
como Gepe, Roberto Márquez, Álvaro Henríquez y Beto Cuevas. Ahí dijo ante el
público que aún no quería morir, porque “no quería convertirse en polera”.
No volvió a dar más entrevistas extensas, de horas, de días, de reflexiones y recuerdos profundos, porque simplemente ya no podía. Hoy contesta con monosílabos y su capacidad de interactuar es cada vez más concisa.
Le pregunté si realmente le daba
miedo que su rostro terminara estampado en el pecho de miles de personas, tal
como sucede con los artistas que se elevan como íconos. “Sí, porque hay algo
que me preocupa mucho de eso”, soltó como respuesta, para después guardar
silencio por unos segundos, afilar su mirada y mantener cierto lapso de suspenso:
“Que ojalá existan para todas las tallas”.
Poco tiempo después, en enero de 2017, su show en la Cumbre del Rock del Estadio Nacional fue el último de su vida. Ya solo cantar parecía exigirle un esfuerzo sublime.
No volvió a dar más entrevistas
extensas, de horas, de días, de reflexiones y recuerdos profundos, porque
simplemente ya no podía. Hoy contesta con monosílabos y su capacidad de
interactuar es cada vez más concisa.
La entrevista de La Tercera fue quizás la última de Jorge González como Jorge González. El valor no solo estuvo en que se reveló frágil y sensible como nunca antes; también radicó en lo opuesto, en ese silencio prolongado que terminó en un cara a cara inesperado con el emblema mayor del rock chileno. La suma de todo se convirtió en el retrato virtualmente definitivo de un hombre que nunca más sería el mismo.